Al subir al taxi me he dado cuenta. Hora del suceso: 7.45. Hecho dramático: no llevo el móvil en la mano. Cuando empiezo a vaciar bolsillos, revisarlos con cuidado, volverlos a vaciar, revolverme en el asiento del taxi como un contorsionista, comprobar que no está en ningún sitio, certificar que no se me ha caído en el suelo y examinar cada parte del forro de mi abrigo, después de todo eso, entro en el limbo de la comunicación. ¿Y si me llaman? El infierno era esto.
En medio del atasco de tráfico me hago el valiente: no pasa nada. Viajaré sin teléfono y la vida seguirá igual como cantaba Julio Iglesias. Llegaré a destino, haré mis gestiones y volveré a casa en un esfuerzo y valeroso estado mental zen. Me habré librado durante unas horas del yugo del móvil y seré un poco más maduro.
“¿Le pasa algo?”, me pregunta el taxista. “No, nada. Me dejé el móvil en casa”, le digo fingiendo normalidad y volviendo a meter las manos en los bolsillos para escudriñar. “Ups”, responde. ¿Ha dicho ups? En ese momento, cuando me mira por el retrovisor y escucho el eco del “ups” a cámara lenta, no sólo me falta el teléfono, echo de menos el twitter, el instagram, el mail, el whatsapp, las fotos, los contactos, el spotify, el Facebook, las notas de voz, el google maps y el tiempo meteorológico. Pero lo más bizarro de todo es que, a pesar de llevar reloj, no sé dónde mirar la hora. Tal cual. ¿Cómo he llegado a esto? “Max, estás en zona de peligro social”, me digo. “No necesitas nada de eso”, me repito. ¿Y si llaman? “Es un rato. Templa”, mastico entre dientes.
Al rato me entretengo mirando los coches, los remates de las fachadas, los kioscos, la gente abrigada. Son sólo las 7.55 y tengo la sensación de haber viajado a Logroño ida y vuelta. La conexión que tengo con mi amado móvil jamás la tuve en la infancia ni con mi oso de peluche, ni siquiera con una pareja. Muevo los dedos, crujo los nudillos y toqueteo el botón de la ventanilla del taxi. En ese vértigo indomable en el que crees que se ha formado Gobierno y tú no te estás enterando, que por fin han pactado todos y no lo ves en Twitter, que te está llamando tu madre y no lo coges, que en el mail piden la confirmación de una conferencia y no puedes responder, que no has colgado una nueva foto ni visto los likes, el tiempo se hace chicle.
“De pequeño contabas números de matrículas”, te dices mientras miras coches. Y una voz interior enciende la luz roja de la adicción mientras la verde del taxi se vuelve a iluminar porque has llegado a destino. Pago. Bajo. Hago todo el papeleo. Necesito un café. Lo tomo. Me apetece cruasán. Me lo como. Y en ese jaleo mental enérgico y estoico descubro que es verdad, que no pasa nada. Han transcurrido dos horas y no llevo móvil. La gente no corre por la calle como si hubiera alarma nuclear, ni nadie grita: “¡tenemos presidente, tenemos presidente!”.
Al llegar a casa me quito el abrigo, dejo las fotocopias, cuelgo la bufanda y veo el móvil descansando feliz en la cocina. Miro la pantalla. Pulso. No hay mensajes. No ha habido llamadas. No hay nada. No ha pasado nada. Lo miro impávido. ¿A quién llamo? Decido descalzarme y ponerme a escribir esto que lees.