Un ágrafo del PP ha mandado a Ada Colau a fregar suelos y ha logrado lo que parecía imposible: que el habitual vuelo gallináceo del debate político en España parezca a su lado la majestuosa acrobacia de un águila imperial. No ha andado ahí muy despierto Óscar Bermán. Ada Colau, a la que no se le conoce idea alguna sobre la ciudad de la que es alcaldesa que no pase por el filtro del resentimiento de clase, se ha topado de bruces con un perita machista en dulce que sabrá aprovechar con maestría. Si toda la oposición a Colau en su camino hacia la conversión de Barcelona en un pueblo de provincianos antipáticos y perpetuamente cabreados con las nubes es la que le plantean entes como Bermán, ya podemos darnos por conquistados.
Nunca ha sido Barcelona una ciudad especialmente simpática. Su fama internacional de ciudad solidaria, abierta y tolerante, fama de la que no se tiene noticia más allá de la avenida Meridiana, es poco más que el gel de placer con el que el barcelonés cabreado lubrica el palo con el que le atiza a diario a todo lo que a su vera se menea. El barcelonés cabreado es el vecino que vota en contra de la instalación de una rampa para minusválidos en las escaleras de su edificio porque él no saca ningún beneficio de ello, el que pide que poden los árboles de su calle porque le molesta el trino de los gorriones y el que entra en los autobuses abarrotados encorvado, a codazo limpio y gruñendo por lo bajo, como si él fuera el único que viaja apretado. Al barcelonés cabreado le molesta la humanidad en la misma medida en la que se derrite de pura cursilería frente a la idea de la humanidad.
Por supuesto, el barcelonés cabreado suma a la amargura vital (el verdadero hecho diferencial catalán) una legendaria cobardía que le lleva a cerrar el pico con mansedumbre en cuanto se topa con algún ente aún más resentido que él. Para el okupa, el parásito y el bueno para nada, el barcelonés cabreado reserva toda su sumisión.
Y de ahí, de esa tradicional alianza barcelonesa entre la misantropía de jubilado agraviado por la indiferencia del universo y el canguelo frente al perdonavidas de postal, es de donde brota Ada Colau. La alcaldesa ideal para una ciudad a la que no se le conoce aspiración mayor que la de reducir terrazas y aniquilar bares, cerrar hoteles y albergues, expulsar a los turistas (el 14% del PIB de la ciudad), renunciar a los grandes eventos deportivos internacionales, desairar a los militares, insultar gratuitamente a los católicos, prestar apoyo institucional a las mafias de la venta ilegal, restringir los horarios comerciales y, en fin, aniquilar cualquier iniciativa ciudadana, cultural o económica, que no haya recibido el visto bueno de los beatos del Ayuntamiento.
Ada Colau, sí, va camino de convertir Barcelona en una ciudad aún más seca, momificada, agria y maleducada de lo que ya lo era. Una ciudad para todos aquellos a los que no les gustan las ciudades.
Han ganado los rancios.