Rajoy nunca encontrará suficientes motivos para agradecer la existencia de Pablo Iglesias. Cuando todos los periodistas perseguían a Rita Barberá hasta en sus salidas al excusado, el líder de Podemos ha sacado a pasear la cabeza de su número tres, como David muestra su trofeo tras vencer a Goliat en la famosa escena de Caravaggio. Y claro, se ha llevado los focos tras de sí.
Aunque en la tribuna del Congreso se le cruzaron los cables y la "cal viva", lo que de verdad acaricia Iglesias en la intimidad es la idea de convertirse en el Felipe González del siglo XXI. En cambio, la destitución por las bravas del tal Pascual le asemeja mucho más a Alfonso Guerra. Su gesto vendría a ser una versión estalinista del "quien se mueve no sale en la foto".
De la noche a la mañana, y tras negar hasta la saciedad que existiera crisis alguna en su partido, el Pablo idealista y soñador, el amante por excelencia de la libertad, de la democracia, de la canción protesta, de las flores y de Mayo del 68, tira de despotismo y abraza la disciplina pura y dura. ¿Qué fue del hombre atento a respetar y proteger todas las sensibilidades por minoritarias que fueran? ¿Qué de la persona tan llena de humanidad que es capaz de comprender hasta el sufrimiento del peor terrorista?
Ocurre que ahora el que se siente amenazado es él. Y ahí desaparecen la camaradería y el hombro con hombro. Se acabaron los alegres morreos como el que le estampó a Domènech en el Parlamento. Ya no hay ternura ni bebé en brazos que valga. Cayó la careta.
Además del tal Pascual hay un tal Mayoral -éste sí disciplinado- que ha justificado la guillotina comparando a su jefe con el "entrenador" que, en cada momento, determina las tareas de sus jugadores. Sólo se me ocurre, claro, que pudiera estar pensando en Mourinho.
Muchos sostienen que Iglesias es un visionario, alguien llamado a ser el dinamizador de la política española en los próximos diez años. Visto lo visto, sólo me atrevería a decir que estamos ante un líder que tiene todo el pasado por delante.