En la indumentaria de los nuevos diputados del Parlamento, aparte de mochilas, rastas, bebés y camisetas, echo de menos el mono azul. ¿Es que no hay obreros en Podemos?
La España de finales del XIX pasó del “miedo al mono” darwiniano del que hablaba Julio Caro Baroja al miedo al mono proletario; mientras los hospitales se llenaban de batas blancas para proteger a médicos y pacientes de una contaminación cruzada, los talleres y las fábricas se llenaban de monos azules que habían inoculado a los trabajadores el socialismo. La Primera República terminó en naufragio, pero el proletariado se había politizado, exigiendo la jornada laboral de ocho horas, el descanso dominical, la mejora de los salarios… No querían cirujanos de hierro, sino pan blando. El hilo de esas reivindicaciones era la sarga que usaban las costureras para tejer los monos. Ya con la Segunda República, subirán hasta el Gobierno representantes de los obreros.
Cuando bombardeaban Londres Jimmy Alba se quitaba el esmoquin y se ponía un mono de obrero y un casco
La fascinación llegó a la sangre azul: durante la Segunda Guerra Mundial, siendo embajador en Londres, cada vez que caía una bomba Jimmy Alba se quitaba el esmoquin, se ponía un mono de obrero y un casco de acero por si se desplomaba el techo, y seguía cenando. Jesús Aguirre le enseñó a Manuel Vicent dicho mono, guardado en un armario del palacio de Liria: “A veces me visto con él para escribir los artículos de El País”. También se lo puso el 23-F: “Si se levantan los militares, como parece, y vienen a por mí, los esperaré paseando por los salones de palacio y leyendo en latín las Metamorfosis de Ovidio”.
“Una loca fiesta trájica” fue para Juan Ramón Jiménez la Guerra Civil: el palacio de Liria se convirtió en cuartel general del Partido Comunista; los porteros de las casas cambiaron el azul de la librea por el del mono proletario; la Alianza de Intelectuales se instaló en el palacio de los marqueses de Heredia Spínola, donde Alberti derramaba versos revolucionarios sobre su mono de algodón bien planchado; en el Palace y el Ritz, transformados en hospitales de sangre, se entremezclaban los monos azules con las batas blancas (faltaban casi cincuenta años para que Felipe González y Alfonso Guerra se asomaran a una ventana del Palace gritando, puño en alto, que España era socialista); las familias adineradas del centro madrileño abandonaron sus residencias con baño y armarios empotrados, que pasaron a ser ocupadas por proletarios —en su mayoría vallecanos, el barrio de Pablo Iglesias, que vivían en barracones y casas de hojalata—; quien había presidido el Gobierno, Casares Quiroga, se paseaba por el Ministerio de Marina vestido con mono azul, la misma prenda que llevaba Durruti en las trincheras de la Ciudad Universitaria; el Alcázar de Toledo fue liberado, a su alrededor los monos que habían abandonado en su huida los milicianos, y Franco, por una vez exultante, exclamó: “¡Hoy hemos ganado la guerra!”; el “General Invierno” y la necesidad de disciplina le dieron el tiro de gracia al pobre mono marchito, que será sustituido por cazadoras de cuero y uniformes de campaña.
Con la dictadura, el miedo y el instinto de supervivencia hicieron desaparecer la política de la conciencia obrera
Con la dictadura, el miedo y el instinto de supervivencia hicieron desaparecer la política de la conciencia obrera, como si el Borbón de cabecera de Franco hubiese sido Isabel II y no el príncipe Juan Carlos. Aunque jugaban con las bolitas de naftalina, los monos azules siguieron teniendo predicamento: García Márquez escribía sus obras vestido con uno de ellos. Sólo supuso un inconveniente: el portero de un cine de Barcelona no le dejó entrar; lo demás fueron todo ventajas: los suecos le dieron el Nobel y Fidel Castro una mansión en el barrio de los antiguos ricos de La Habana. A Borges, por recibir una condecoración de Pinochet ataviado con traje y corbata, los suecos le negaron el premio.
La democracia trajo la riqueza: Alfonso Guerra cambiará la pana por el terno italiano; en el Ayuntamiento de la capital del reino, socialistas como Tierno Galván y comunistas como Ramón Tamames viajaban en un Rolls-Royce, el coche oficial; Madrid, que había tenido problemas de combustible durante años, vio cómo Campsa instalaba en el jardín del palacio de Liria un surtidor propio de gasolina gratis (García Hortelano era lo que más envidiaba del palacio, más que el retrato de Cayetana pintado por Goya, más que la carta autógrafa de Colón, más que el mono proletario del duque de Alba).
Iglesias debería quitarse las camisas de Alcampo y aparecer por la Carrera de San Jerónimo con un mono azul
Son tantos los ataques que está sufriendo Podemos —algunos arbitrarios, otros justificados—, que Pablo Iglesias debería seguir el ejemplo ducal: quitarse el esmoquin de los Goya y las camisas de cuadros de Alcampo, y aparecer por la Carrera de San Jerónimo con un mono azul y un casco de acero. En una sociedad donde una imagen vale más que mil ideas, el mono podría suponer millones de papeletas.
***José Blasco del Álamo es periodista y escritor.