Siempre que se termina la Semana Santa me acuerdo del jubilado que, paseando por el centro en un lunes como este, le decía a otro: “Ya hemos vuelto a la normalidad”. La ciudad volvía a ser suya, como de todos los que durante esta semana y un día (medida de condena) sentimos que nos la han secuestrado las procesiones. Algunos se van, otros nos quedamos: obligados a circular por las afueras.
El martes o el miércoles, al llegarme la ráfaga de un locutor ufano en una retransmisión, me dije: ¿y si los penitentes auténticos fuésemos nosotros, los que no vivimos la Semana Santa? En ciudades enfáticas como las andaluzas (hablo desde Málaga), más que la penitencia predomina la autosatisfacción. La retórica de los devotos es netamente ombliguista. La pena por los tormentos de Cristo y por su muerte en la cruz no es impostada: solo que va en un contexto de disfrute, de regodeo. Somos los demás los que nos vemos con el pie cambiado, en una incomodidad que ni siquiera lleva una filosofía (y menos una teología) adjunta.
Por otra parte, me parece bien que sea así. No pretendo que mis gustos (ni mis disgustos) tengan efecto legislativo. Hago cuestión de poder expresarme; pero mis críticas no han de traducirse en la aniquilación de lo que critico. Ni siquiera lo anhelo: prefiero mantenerme en esta franja en que se dan juntos aquello que me incomoda y mi incomodidad. Aunque observo que cada vez menos gente acepta situarse en esta tensión: hay una moda narcisista de querer convertirlo todo en espejo. Naturalmente, se trata de otra de las manifestaciones del nihilismo.
Algo se nos contagia, con todo, la simbología imperante. Y es un contagio que no viene solo de los alrededores, sino además del tiempo pasado: de nuestra infancia. Sube como un petróleo de la antigua fe, con un resultado al menos poético. En nuestra huida del centro, por las playas distantes, en el Torremolinos turístico o la lejana Galicia, por los promontorios del extrarradio o las calles ajenas de los suburbios, somos nosotros los que portamos al Cristo muerto, al Dios en el que no creemos; somos nosotros su ataúd y su sudario, en nuestra deriva procesional privada, sin público.
Se da la paradoja de que somos también nosotros, los no creyentes, los que más sentimos a partir del domingo la resurrección. Tras nuestra retirada volvemos al centro, como el jubilado aquel, con la sensación de que lo estamos estrenando: nuestra novedad es la vuelta “a la normalidad”. La coincidencia con el cambio de hora añade este año otra sensación: la de que es al propio día al que le ha resucitado un trozo. Volvemos a una ciudad con menos noche.