Si creíamos que la irrupción de Podemos en 2014 y la espumosa escalada de Ciudadanos inauguraron un nuevo tiempo definido por la superación de la vieja dialéctica de la trifulca, la primera encuesta elaborada por EL ESPAÑOL desmiente este mito de la nueva política. Es más, demuestra su irrelevancia sociocultural.
Los españoles no quieren elecciones, prefieren "algún gobierno"; pero tampoco están dispuestos a aceptar una alternativa que no pase por la hegemonía de los propios y la subordinación de los ajenos. Llevado al extremo, este sentido vertical de los pactos y gabinetes posibles achica hasta la deconstrucción o el desmembramiento cualquier amago de gran coalición.
Los electores, más amigos de castigar que de premiar -la democracia con sangre entra-, se enfadan con los partidos que han hecho del enroque su guión en el teatrillo de los pactos, pero no están dispuestos a ceder en sus planteamientos a no ser que así lo ordene el partido de turno.
Es curioso. Ambas conclusiones esbozan el retrato fidedigno de un pueblo sumiso y polarizado, que invoca el espíritu de la Transición mientras recuerda calladamente que Franco murió en la cama, y que se entretiene mucho con la serie danesa Borgen porque admira las excentricidades nórdicas. También demuestran cuánto de hallazgo y de televisión prestada hubo en la llegada de esa "nueva política" que aún trompetean los amigos mal avenidos de Iglesias y Errejón.
Aquello de que "esto ha cambiado", o "los políticos tienen que comprender que nada será igual", o "la sociedad ha pedido a los partidos que se entiendan y pacten", es el fraseo conveniente para quedar bien en las tertulias y fabricar legitimidades situando al rival en las antípodas de los valores en alza. En definitiva, una prestidigitación primaria como la de Felipe en los 80, cuando se inventó la hegemonía ética y cultural de la izquierda; o como la de Aznar cuando fabricó el "milagro español" a base de vender a los amigos las joyas de la corona; o como la que más tarde pergeñó Zapatero acuñando lo del "talante" en oposición a la aznaridad y ordenando desfilar a los pobres abuelos de las cunetas.
Puede que España siga entendiendo la democracia como una evolución de la dictadura, por lo que se nos indigestan los Parlamentos atomizados y nadie concibe el pacto como algo distinto que pagar a los nacionalistas el fielato de la impunidad. Es muy difícil que haya un acuerdo de investidura si los partidos no se sienten obligados por la sociedad, si no hay presión sobre ellos. El problema de volver así a las urnas es que deslegitimará aún más el mito de la nueva política en un país proclive a los resúmenes binarios y en el que, por lo que se ve, siguen primando las viejas mentalidades.