Las elecciones del 20 de diciembre de 2015 arrojaron unos resultados históricos. Es seguramente una de las frases más manidas de los últimos meses, pero no por ello menos cierta. Los pasados comicios supusieron la derrota del bipartidismo y la irrupción de un nuevo eje político: a la tradicional división ideológica, izquierda-derecha, se sumó, espoleado por la crisis y las expectativas frustradas, un clivaje de carácter generacional. La llamada nueva política es también una política más joven, que ha recogido votos allá donde los provectos partidos tradicionales ya no llegan.
De estos resultados se derivaban dos consecuencias cuya lectura debía ser positiva. De un lado, el pluralismo democrático habría de obligar a los partidos a sentarse con el otro. La formación del gobierno debía pasar inexorablemente por cambiar la intransigencia por la cesión, el programa de máximos por el acuerdo de mínimos, el sectarismo por el entendimiento. Del otro, las negociaciones permitirían abrir un diálogo entre dos generaciones distanciadas por la desigualdad, la disfuncionalidad de nuestro mercado laboral atípico y las consecuencias de la crisis. En definitiva, servirían para tender un puente sobre el que proyectar una España inclusiva en la que cupiéramos todos.
Nos enfrentamos a una realidad preocupante: tal vez no tengamos Ejecutivo hasta octubre
Sin embargo, lo que debía ser saludado como una buena noticia, como un signo de madurez democrática, corre el riesgo de desembocar en la apoplejia política. Los partidos cuentan con apenas un mes para llegar a un pacto de gobierno. Transcurrido este tiempo, no podremos sino constatar el fracaso de la repetición de elecciones, lo que nos confronta con una realidad preocupante: tal vez no tengamos Ejecutivo hasta octubre. Y aunque el Parlamento conserve plenas facultades para trabajar, el presidente en funciones hace muy penosa esta tarea. Rajoy y sus ministros han anunciado que no se someterán al control del Parlamento mientras dure la situación de interinidad, en un hecho inédito y gravísimo.
Esto significa que el gobierno podría pasar meses sin dar cuenta de su actuación en el Congreso, aun cuando nuestro país se ve afectado por asuntos de la máxima relevancia. Es el caso del último dato de déficit conocido, que revela no solo el objetivo incumplido del Gobierno, sino también la falsedad de su promesa, que con tanta obstinación repitió en el último año.
Rajoy se está manteniendo fiel a su estrategia, tantas otras veces exitosa, de no hacer nada: “Hay muchas maneras de moverse, y nadie ha dicho que estar quieto no sea una de ellas”, ha dicho alguna vez. Pero el presidente en funciones no entiende que las cosas son diferentes. No hizo nada cuando sus siete millones de votantes y el rey le encargaron que formara gobierno. No hizo nada después por llegar a acuerdos con quienes sí trataron de desbloquear la situación política. Y no hace nada ahora, cuando el Parlamento, o sea, los ciudadanos, le piden que sea responsable y rinda cuentas.
El PP ha desaprovechado una legislatura con mayoría absoluta para aprobar reformas necesarias
Es una noticia malísima que la abulia de los populares persista. El PP ha desaprovechado una legislatura con mayoría absoluta en la que podría haber sacado adelante muchas de las reformas que España necesita; no podemos permitirnos que, desde su mayoría absoluta en el Senado, bloquee también ahora un proceso reformista que es inaplazable. Por eso, es responsabilidad de Rajoy y de los demás partidos llegar a un entendimiento que facilite la formación de gobierno y el acometimiento de las reformas de mayor calado.
Lamentablemente, nada hace presagiar que esto vaya a ser así. Desde una lógica de los incentivos, el entendimiento entre populares y socialistas es improbable: el electorado del PSOE castigaría severamente un acuerdo con la derecha, lo que nos lleva a descartar un pacto de gran coalición.
Desde esa misma óptica racional, no cabe plantear un escenario en el que Ciudadanos apoyara o se abstuviera para un gobierno con la participación de Podemos. Algunos aspectos programáticos, como el referéndum que los de Pablo Iglesias defienden para Cataluña, o sus posiciones económicas y europeas, hacen imposible el entendimiento con los de Albert Rivera. Además, para Ciudadanos tendría un coste electoral muy importante gobernar o dejar gobernar a Podemos, habida cuenta de que muchos de sus votantes proceden del PP.
Nos encontramos en una ratonera, por eso lo que vemos estos días tiene mucho de precampaña
Nos encontramos, pues, en una ratonera. Los partidos lo saben, y por eso lo que vemos estos días tiene mucho de acto de precampaña electoral. La última rueda de prensa de Pablo Iglesias no cambia en lo sustantivo las posiciones de Podemos: renuncia a sillones que nadie le había asignado, mantiene que su partido debe tener un peso proporcional en un hipotético gobierno de Sánchez y solo habla de dialogar con Rivera para solicitarle un cheque en blanco.
No cambia en lo sustantivo, pero sí en lo adjetivo: Iglesias ha dejado las memorias de la Guerra Civil, las alusiones a la cal viva y ha abrazado el talante moderado y las buenas maneras. Es el reconocimiento de que se preparan para unas nuevas elecciones. Los líderes de Podemos confían en su buen hacer como estrategas de campaña, al fin y al cabo, se han bregado profesionalmente en ello durante años.
Observamos, no obstante, una paradoja. Hace unos meses, eran PSOE y Ciudadanos quienes tenían menos incentivos para ir a una repetición electoral. El PP confiaba en poder aumentar su ventaja sobre el PSOE fagocitanto buena parte de los votantes de Ciudadanos, y Podemos esperaba poder materializar su deseado sorpasso a los socialistas. Pero en los últimos meses las cosas han cambiado. Sánchez y Rivera han aprovechado las últimas semanas para labrarse la imagen de hombres de Estado, capaces de negociar, ceder y alcanzar acuerdos con partidos rivales (con mayor éxito de Rivera que de Sánchez).
PP y Podemos han acabado este periodo sin claros incentivos para preferir nuevas elecciones
Mientras, Rajoy se prodigaba en su dolce far niente habitual y desayunaba cada día con un nuevo escándalo de corrupción en su partido. Por su parte, Iglesias se dedicaba a repartir sillas que nadie le había ofrecido y a expulsar a la disidencia errejonista para apaciguar las turbulentas aguas en sus filas. Las últimas encuestas señalan que PP y Podemos han llegado al tiempo de descuento en horas bajas y sin claros incentivos para preferir la repetición de elecciones.
La lógica partidista hace muy difícil que se vean cumplidas las esperanzas depositadas en las urnas el pasado 20 de diciembre. Pero no se trata solo del egoísmo sectario de unos candidatos compitiendo por la Moncloa. Las mismas preferencias del electorado, que guían la actuación de los partidos, resultan hoy intransitivas, esto es, contradictorias y difíciles de conciliar. Prueba de ello es que, aunque un 80% de los españoles no quiere la repetición electoral, cada posible pacto de gobierno cuenta con una mayoría social en contra, tal como ha advertido Kiko Llaneras.
Parece que no habrá pluralismo ideológico ni diálogo generacional inmediatamente. Las reformas que son urgentes continuarán postergándose, mientras nuestro país pierde un tiempo precioso que podría aprovecharse en transformar las políticas públicas y las instituciones. Todo indica que el próximo gobierno se decidirá en unas segundas elecciones. Y no hay nada más feo que una final a doble partido.
*** Aurora Nacarino-Brabo es periodista y coautora de '#Ciudadanos: Deconstruyendo a Albert Rivera'.