Comentan los barceloneses inteligentes, especie en peligro de extinción donde las haya, que Ada Colau es como un columpio: se mueve mucho pero no lleva a ningún lado. Resulta curioso que la prensa local no se haya preguntado aún, y le haya preguntado a la señora alcaldesa, cuál es su modelo de ciudad. Nueva York desde luego no es. Tampoco Londres, París, Tokyo o Los Ángeles. Quizá Tirana, Caracas o Calcuta. Tamaña falta de curiosidad debe de ser cosa de los cuatro años de gracia que el periodismo catalán le concede a todos sus caciques tras las elecciones. Siempre y cuando, obviamente, se trate de caciques del partido correcto: el que manda.
Decía H.G. Wells que la indignación moral es la envidia con aureola de santidad. Ada Colau llegó a la alcaldía con un solo punto en su programa electoral, el apocalipsis de su santa indignación moral, y en sólo un año se ha convertido en la gran esperanza blanca de esa Cataluña obediente de espíritu franciscano y ánimo involucionista que no se contenta ya con el estancamiento sino que pretende el decrecimiento, teoría económica suicida de la que se sabe cómo empieza (con la oclocracia) pero no cómo acaba.
A Ada Colau, en fin, no se le conoce medida alguna propia de una sociedad occidental tecnificada y racionalista. Barcelona es la primera ciudad vegana del mundo y vayan ustedes a saber a qué nos compromete eso más allá de la elaboración de algunos miles de trípticos destinados a desbordar las papeleras de la ciudad. Oficialmente, Barcelona es ya también una ciudad amistosa con los gays. Lo cual resulta como poco irónico si se tiene en cuenta que Barcelona lo llevaba siendo toda la vida por la vía de los hechos y sin necesidad de tanto aspaviento. Pero han tenido que llegar a la alcaldía aquellos que van descubriendo el mundo en cada esquina para que la cosa cuente, como en todo buen régimen deseoso de meterse no ya en las bragas sino en la conciencia moral de sus ciudadanos, con la denominación de origen oficial.
De la expulsión del turismo por la vía de la antipatía ya se ha dicho todo, así como de la metódica perseverancia con la que el Ayuntamiento prohíbe, asfixia, sanciona y limita los horarios de toda actividad económica emprendida por los escasos barceloneses que siguen pensando que la suya es una ciudad en la que trabajar compensa. Decía G.K. Chesterton que “tener el derecho de hacer algo no implica que ese algo sea correcto”. Nunca ha sido eso más cierto que en la Barcelona de 2016.
También dijo Chesterton: “De vez en cuando aparece una secta por ahí anunciando que el fin del mundo está muy próximo. Por lo general, debido a alguna confusión o error de cálculo, es la secta la que se acaba antes”. Dios le oiga.