EL ESPAÑOL se ha hecho eco con preocupación del informe publicado hace unos días por Amnistía Internacional sobre la situación de la pena de muerte en el mundo en 2015. Y ciertamente hay motivos para expresarla.

El dato más impactante es el ascenso de las ejecuciones, hasta 1.634. Es la cifra más elevada que ha registrado la organización en más de 25 años, y no incluye los números de China por no tener acceso a ellos con fiabilidad. Se aplica la pena de muerte en el mundo más que nunca en los tiempos recientes. En más de 500 casos, sobre más de 500 personas, en relación con 2014. Más de 20.000 personas se encontrarían en la actualidad bajo una amenaza inminente de ser ejecutadas.

Sin embargo, el informe constata también que cada vez un menor número de países aplican la pena capital. En 2015, cuatro nuevos Estados han pasado a engrosar la lista de países abolicionistas, que es ya la más larga en un decenio.

Los datos del informe de Amnistía Internacional deben animarnos a seguir extendiendo el abolicionismo

El informe muestra, pues, dos tendencias contrapuestas y si bien la segunda no sirve para aliviar el pesar y la decepción que provoca la primera, sí permite alejar el pesimismo de cara al futuro. Y, sobre todo, debe animarnos a proseguir la batalla por extender el abolicionismo.

Hay que tener muy presente que a finales del año 2015, 102 Estados -que son más de la mitad de los países del mundo- ya eran abolicionistas para todo tipo de crímenes. Y, que de acuerdo con Naciones Unidas, esa cifra se incrementa hasta los 160 si incluimos a los que de facto no llevan a cabo ejecuciones. No ha dejado de crecer el número de países que apoyan la Resolución de la Asamblea General de Naciones Unidas de diciembre de 2014 que aboga por una moratoria global en la aplicación de la pena de muerte.

La tendencia de fondo me parece clara. La lucha por los derechos humanos es, a pesar de las excepciones, vigorosa e incesante en el nuevo orden global. La democracia no ha dejado de extenderse en las últimas décadas. Y todo ello irradia en la pena de muerte, del mismo modo que la toma de conciencia sobre su erradicación lo hace a su vez sobre los derechos y la democracia en general (por más que alguna de ellas, tan admirable por muchos motivos, como la norteamericana, no se haya declarado aún incompatible con la pena capital).

El debate sobre la pena de muerte se ha ido inclinando del lado de los que la rechazamos

Es verdad, asimismo, que la cultura del abolicionismo, o más modestamente de la moratoria, encuentra dificultades para abrirse camino en regiones, como Oriente Medio, que padecen una situación extendida de violencia y el auge del terrorismo.

Por otra parte, el debate sobre los argumentos a favor o en contra de la pena de muerte se ha ido inclinando decisivamente -porque, con avances y retrocesos, con sorpresas desagradables a veces, la humanidad no deja de aprender- del lado de los que la rechazamos. Frente a la dificultad de justificar la legitimidad de los Estados para, en sangre fría procesal, matar; la aterradora posibilidad de ejecutar a personas inocentes, de la que no está libre ningún sistema penal; o la ausencia suficientemente acreditada de una supuesta eficacia disuasoria singular de la pena de muerte, entre otros argumentos... sólo se encuentra ya el retribucionismo puro y duro, primario, desnudo.

Siempre he creído que los Estados no deberían renunciar a ninguna ventaja moral para combatir la violencia, por repugnante que ésta sea.

Hay que esperar que la normativa sobre derechos de las personas se abra paso en Asia y Medio Oriente

No es casual que la cada vez más densa cultura del abolicionismo descanse sobre una red de instrumentos jurídicos internacionales, de ámbito global o regional, como el Segundo Protocolo Facultativo del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, (adoptado en 1989 y que, en octubre de 2015, ya había sido ratificado por 82 Estados), que se basa en el artículo 3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos (“Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona”); la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (art. 2) y el Convenio Europeo de Derechos Humanos (artículo 1 del Protocolo Nº 13), que blindan a Europa frente a la pena de muerte; el Artículo 1 del Protocolo a la Convención Americana sobre Derechos Humanos relativo a la Abolición de la Pena de muerte; o el proyecto de Protocolo Adicional a la Carta Africana de Derechos Humanos y de los Pueblos sobre la Abolición de la Pena de Muerte en África. Y hay que esperar que en un futuro no muy lejano se abra este camino en Asia y en el Medio Oriente.

Quiero, por último, aprovechar estas líneas que me brinda EL ESPAÑOL para destacar la aportación española a la lucha global contra la pena de muerte, a través de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte, que fue creada en Madrid en 2010, y que tiene actualmente su sede en nuestro país, al amparo del Ministerio de Asuntos Exteriores y Cooperación del Gobierno de España. La Comisión, que preside Federico Mayor Zaragoza, un señero luchador de los derechos humanos, goza de un estatuto de independencia, cuenta con el apoyo de otros 17 países y está compuesta por miembros de reconocido prestigio internacional en materia de derechos humanos (incluyendo ex primeros ministros, ex ministros, ex altos funcionarios de las Naciones Unidas, un exgobernador de Estado de Estados Unidos, un exjuez y presidente de la Corte Internacional de Justicia...).

Precisamente, gracias a tareas como la suya, de denuncia y de persuasión -pues ambas son necesarias-, podemos albergar fundadas esperanzas de que la tendencia de fondo favorable a la moratoria y a la abolición de la pena de muerte se acabe traduciendo en la disminución efectiva del número total de ejecuciones. A todos concierne que así sea.

*** José Luis Rodríguez Zapatero es expresidente del Gobierno y miembro honorario de la Comisión Internacional contra la Pena de Muerte.