José Manuel Soria ha caído en la ignominia pública por mentir con descaro supino, lo mismo que Mario Conde ha vuelto a dar con sus huesos en la cárcel por ser un avaro irremisible. Ambos casos demuestran la subordinación de la inteligencia a pasiones muy primarias. Soria podría haber optado a la sucesión de Rajoy, pero se puso la soga al cuello cuando convirtió la veracidad de sus explicaciones sobre sus empresas en paraísos fiscales en condición de su supervivencia política aun a sabiendas de que los embustes tienen las patas cortas. Y Mario Conde, que ya se comió once años de maco, ha acabado arrastrando a sus hijos al delito, puede que a prisión, pese a que debía diez millones al Fisco y toda la familia nadaba en la abundancia.
Ya ven, la avidez es tan poco práctica como la mentira, pero ambas inclinaciones han determinado el final de Soria y de Conde. Que el exministro caiga ahora en la tentación de presentar su renuncia como un signo de la ejemplaridad que no tuvo cuando fingió, amenazó y se encorajinó frente a las evidencias resulta tan jocoso como que el exbanquero persista en la teoría de la conspiración del sistema. A fin de cuentas, uno y otro han demostrado una estulticia suprema, muy interesante en términos sociológicos, psiquiátricos y puede que biológicos.
Mi compañera Carlota Guindal reparaba este viernes en la “teoría de la asociación diferencial” del sociólogo estadounidense Edwin Sutherland (Criminalidad de cuello blanco, 1940) para explicar la querencia delictiva de los Conde, los Pujol, la familia Ruiz Mateos o los Rato. Sutherland aseguraba que el delincuente no nace, sino que se hace, porque aprende valores delictivos de las personas que respeta o admira, lo que daría lugar a auténticas sagas de pillos.
Esta explicación ambientalista sería la antítesis de la teoría defendida por el padre de la psicopatología forense, Cesare Lombroso, que en 1876 acuñó el concepto de “criminal nato” tras estudiar la morfología craneal del campesino y bandido Giuseppe Villella, así como de decenas de internos del manicomio de Pessaro, que dirigió. Lombroso creía que los delincuentes eran algo así como los eslabones perdidos de la evolución, tarados reconocibles, entre otras singularidades fisiológicas y psicológicas, por tener “un mayor desarrollo facial y maxilar, la frente hundida, falta de remordimientos y una tendencia a la imprevisión en grado portentoso”. ¿Les suena?
Sus métodos han sido felizmente superados. Ni siquiera la propensión a mentir es reconocida como una patología en el Manual de Diagnóstico Estadístico de los Trastornos Mentales, aunque sí como parte de la sintomatología clínica de no pocos desórdenes psíquicos. Sin embargo, aun siendo mucha la distancia entre los casos Conde y Soria, uno repara en cómo sin venir a cuento han caído en desgracia, la cara dura de ambos, su pétrea impostura, su moral holgada, y piensa, como Cesare Lombroso, que no sería mala cosa que alguien les midiera el cráneo.