Un fantasma recorre España: el fantasma de William Shakespeare. Como si del padre de Hamlet se tratase, el gran escritor inglés se nos ha aparecido para avisarnos de que no estamos haciendo lo que debemos, que algo huele a podrido en el reino de Rajoy.
O al menos eso es lo que parece, dado que cada vez es más habitual escuchar que los fastos del cuarto centenario de Cervantes palidecen en comparación con lo que están haciendo los ingleses para conmemorar la misma efeméride de la gran figura de sus letras. Un nuevo lugar común que parte de una realidad (que los británicos han dedicado más tiempo y esfuerzo al cuarto centenario de Shakespeare que los españoles) para denunciar lo que supuestamente habría provocado este desequilibrio: nuestros líderes son unos incultos, nuestros jóvenes son unos incultos, nuestros profesores son unos incultos, nuestra sociedad es inculta, y en fin, España es España, ya se sabe. Interpretación que ha sido canonizada por Pérez-Reverte en un reciente artículo que invoca el fantasma de Shakespeare como prueba de que somos un "lugar desmemoriado, ingrato, desleal, miserable, insolidario, analfabeto hasta el suicidio".
Es cierto que el centenario de Cervantes no se ha preparado todo lo bien que se debía, que el programa de actividades es algo casposillo, y que en general se podría hacer mucho más para acercar a nuestro autor más universal a la sociedad. Pero la ubicuidad de Shakespeare en este debate, el hecho de que la comparación con el Reino Unido se haya convertido en un lugar común (hasta Patxi López la esgrime solemnemente), demuestran que hay aquí algo más que la constatación de realidades mejorables. Como casi siempre que nos comparamos con un país extranjero, estamos rozando el terreno de la patología nacional.
Es una tradición española utilizar a Shakespeare como arma contra nuestros vicios nacionales
No parece casualidad, por ejemplo, que la jeremiada de Pérez-Reverte pertenezca a una tradición de cierto abolengo en la cultura española; una tradición que ha utilizado a Shakespeare como arma contra nuestros supuestos vicios nacionales. Este era, sin ir más lejos, un recurso habitual de los autores que se suelen asociar a la Generación del 98.
Ramiro de Maeztu comparaba a Hamlet y a Don Quijote en su ensayo Don Quijote, Don Juan y la Celestina (1925), para llegar a la siguiente conclusión: "Hamlet, al obrar sobre el público, produce Quijotes, mientras Don Quijote provoca en los espíritus la actitud analítica de Hamlet". Esto explicaba que, en los siglos que habían transcurrido desde la aparición de ambas obras, "Inglaterra ha conquistado un imperio; España ha perdido el suyo". La influencia de Shakespeare había convertido a Reino Unido en una nación cada vez más enérgica y exitosa; la de Cervantes, sin embargo, había sumido a España en la contemplación melancólica de su propia decadencia. Shakespeare resumía el éxito de su país; Cervantes, el fracaso del suyo.
Otro ejemplo, más próximo incluso al estilo de Pérez-Reverte, lo encontramos en el célebre ensayo de Miguel de Unamuno En torno al casticismo. En la tercera de las cinco partes que componen esta obra, aparecida por primera vez en 1895, Unamuno explica que las incapacidades de España para la modernidad se resumen en la comparación entre Calderón y Shakespeare. Mientras el arte escénico de Calderón no logra, según Unamuno, crear verdaderos personajes sino más bien "revestir huesos de carne", de los que sólo "sacaba momias", Shakespeare "pone en escena para que desarrollen su alma hombres, ideas vivas".
Si Shakespeare hubiese sido español los campesinos de Castilla no habrían sido muy distintos
En resumidas cuentas, "el rey Lear, Hamlet, Otelo son ideas más ricas que cualquiera de los conceptos encasillables de Calderón". Y ya que, de nuevo según Unamuno, "un hombre es la más rica idea, llena de nimbos y de penumbras y de fecundos misterios", la ausencia de hombres sespirianos en nuestro barroco explica nuestra nacional "poca capacidad de expresar el matiz", nuestra congénita "epilepsia de imaginación que revela pobreza real de ésta". De nuevo, Shakespeare aparece como el profeta que no tuvimos y Gran Bretaña como el país que no alcanzamos a ser.
Evidentemente, se podrían hacer unas cuantas objeciones a la idea de que si Shakespeare hubiese sido español los campesinos de Castilla habrían mutado en sutiles desgranadores de matices; como se podrían hacer también a la tesis de que Hamlet marcó la diferencia en Trafalgar. Del mismo modo, se le podría decir a Pérez-Reverte que la disparidad entre el gasto oficial británico y el español en sus respectivos cuadricentenarios puede tener algo que ver con la considerable diferencia entre la situación económica de ambos países. Y también que es mucho más fácil para la sociedad de hoy acercarse a la obra de un dramaturgo (adaptable, modernizable, trasladable al cine, que exige menos inversión de tiempo…) que a la de un novelista cuya obra magna tiene la envergadura de contenidos del Quijote.
Y ya que Pérez-Reverte compara la actitud de Cameron con la de Rajoy, quizá no esté de más señalar que quien durante sus años en Oxford violó el cadáver de un puerco como parte de un ritual de iniciación no es el mejor exponente de la alta cultura convertida en prioridad política.
La supuesta inferioridad española frente a otros no debería presentase siempre como externa a nosotros
Pero todo esto da igual, porque en realidad Shakespeare no nos importa. Su fantasma es sencillamente el fantasma del Reino Unido, que a su vez es el fantasma de nuestro propio temor de no ser una nación moderna, culta, europea. Temor que ha generado otra larga tradición en la cultura española: la de rasgarnos las vestiduras ante nuestra supuesta inferioridad frente a otros países. Una actitud que resultaría más productiva si la inferioridad no se presentase siempre como externa a nosotros.
Si se dan cuenta, el responsable del atraso cultural español nunca es el que habla; se echa la culpa a los políticos, a los jóvenes, a los profesores, a la sociedad, a España (¡es que en este país!), pero rara vez encontramos una admisión de posible culpa por parte del jeremías de turno, o una propuesta constructiva para que las cosas se hagan mejor. La constatación de nuestra supuesta inferioridad (demostrada mediante pruebas selectivas y, en ocasiones, tramposas) respecto a otros países se presenta como un problema tan arraigado y omnipresente como para que no podamos hacer otra cosa que rasgarnos las vestiduras. O que adorar al profeta que nos impele a arrepentirnos.
Es evidente que se le debe exigir al Gobierno que fomente el conocimiento de nuestro patrimonio literario. Pero, por regla general, las patologías, las comparaciones tramposas y los "¡arrepentíos, pecadores!" sólo empobrecen el debate. Más constructivo sería que, en vez de tanto aspaviento porque el Estado no hace más por el centenario de Cervantes, nos planteásemos formas de participación más activas por parte de la sociedad civil. Cuando el fantasma se le apareció a Hamlet no fue para pedirle que elevara una queja al Estado, sino para que tomara personalmente cartas en el asunto. Y puestos a comparar, el príncipe danés debía hacerse cargo de una amplia y sangrienta venganza; a nosotros nos basta con coger un libro.
*** David Jiménez Torres es doctor por la Universidad de Cambridge y profesor en la Universidad Camilo José Cela.