The NYT obituary for Prince, an artist who defied genrehttps://t.co/C8nV6sBdTh pic.twitter.com/g1VEss3ZOh
— The New York Times (@nytimes) 22 de abril de 2016
La noticia de la muerte de Prince me trae a la memoria la siguiente anécdota. Ocurrió en el verano de 1990, cuando Prince se dejó caer por el Vicente Calderón a la prueba de sonido. Algo inaudito; como ya se sabe, las estrellas del showbiz, nunca prueban sonido. El sonido lo prueban los pipas; con ese nombre se conoce en el gremio a los que realizan tan significativa labor. Lo que pasa es que Prince era lo impredecible. Con el calor de la hora del almuerzo y un chaleco de Aladino, apareció en el campo del Atleti, saludó de barbilla a los pipas y se puso a escuchar al grupo que probaba sus instrumentos sobre el escenario.
Las guitarras de palo alternaban acordes, el ritmo sincopado de un cajón peruano marcaba los tiempos y los silencios. Una voz clarita, entonaba con arabescos de los jereles. Desde aquel momento, Prince, rodeado de sus pipas, no perdería detalle alguno de aquellos gitanicos del Rastro que iban a ser sus teloneros y cuyo nombre ya empezaba a pegar fuerte.
Por entonces, los Ketama eran unos perturbadores del orden musical establecido. Tanto fue así que consiguieron atraer el caos, en este caso representado por un mestizo con chaleco de Aladino. El asunto se reveló cuando los Ketama terminaron de probar y bajaron del escenario.
Acto seguido se subió Prince, de un brinco, y se puso con el teclado eléctrico, arrancando sonidos ácidos que venían a explicar que la pista de baile se debe a los negros. También se lo hizo con la guitarra, masturbándola al estilo de Hendrix, dando a entender quién era su maestro. Prince era el caos pues era lo impredecible. “No veas cómo ronea el Prince -se decían los Ketama- lo que no sabe es que somos del Atleti y que este es nuestro estadio”.
Al otro día, ningún medio de comunicación supo elevar la anécdota a la categoría de noticia para informar de lo sucedido. Para qué iban a sacar a Prince marcando su territorio, encarándose con negritud musical a aquellos gitanicos que le mondaban en su estilo.
Aquel episodio hubiese hecho las delicias antropológicas de cualquier gramático. Hubiese sido un gusto leer cómo se desarrolla la lucha entre múltiples identidades a través de las emociones que marca la música racial. Pero aquí, ya se sabe que la pereza de pensamiento, nuestra flojera antropológica, ha sido siempre un desorden al servicio del orden establecido. En fin.