Nadie puede confiar en que España deje de ser una unidad de desatino en lo universal después de junio. Los planteamientos conocidos tienden a la perpetuación del bloqueo y a la extensión del resentimiento. Mariano Rajoy juega a doblarle el brazo a las encuestas convertido en voto útil de la derecha y en sufragio refugio frente a la amenaza de la incertidumbre: “Que me voten aunque sea con una pinza en la nariz”, dice el presidente tras escrutar el miedo de España en las volutas de un puro.
Es tanto el temor que produce Podemos, no ya en los ojos de los periodistas sino en las expectativas de las clases medias, que no resulta descabellado pensar que el hombre que susurraba a Luis Bárcenas acabe con el sueño del joven que quiso ser Kennedy gracias al voto de los cobardes.
Muchos votantes de Ciudadanos volverán al redil del PP para que no gane el Frente Popular, azuzadas las banderas de la izquierda que galopa las estepas del revanchismo por el tándem Rajoy-Iglesias. Ahora sabemos que la nueva política ha nutrido con inquina renovada los recelos de siempre, el odio viejo. Este solar de cabreros con mal vino vuelve pues donde solía, al rencor de clase y la desconfianza hacia el vecino, porque después de cuatro meses confrontando desacuerdos es fácil esperar mucho menos los unos a los otros.
¿Qué esperar de Pedro Sánchez, atado de pies y manos por su propio Comité Federal y por haber llamado indecente a Rajoy? ¿Qué de Albert Rivera, cuando la refriega deja sin espacio a la derecha amable? Ambos siguen uncidos por las premisas del Pacto de El Abrazo, también por la voladura del cambio sin traumas a manos del chico que juega a asaltar algún día el Palacio de Invierno.
Ahora sabemos que el final del bipartidismo no dinamitó los enconos de la bipolaridad de España sino que, más bien al contrario, vino a regarlos con savia nueva, con discursos aparentemente remozados pero recalcitrantes en la animadversión. No es que nuestros políticos no lograran ponerse de acuerdo; es que acaso no lo pretendieron nunca.
Sánchez debió ofrecer al PP su abstención a cambio de que Rajoy diera un paso atrás, pero ni quiso ni le dejaron los propios. Rivera lo ha intentado de todas las maneras posibles y ahora quizá sea castigado por su heterodoxia. Iglesias ha preferido la confrontación total a una guerra constructiva desde la oposición a Sánchez. O César o nada.
Vicarios de esa querencia por la disputa, los españoles volveremos a las urnas con la ilusión emasculada sobre un tablero maldito en el que la única verdad transferible es un hondo hastío.