Se llamaba Mohammed Wassin Road y era el último pediatra que quedaba en Alepo. Tenía 36 años y murió hace unos días, tras el bombardeo del hospital de Médicos sin Fronteras desde el que se enfrentaba a diario al dolor de los niños. Wassim llevaba meses luchando casi a solas con los estragos de la guerra, en una clínica desvencijada, con pocos recursos y menos personal, del que otros pediatras habían huido en su legítimo deseo de escapar de la cada vez más cierta posibilidad de la muerte. Wassin Road no quiso irse, y dejó marchar a su familia con la vaga promesa de reunirse con ellos más adelante.
Mientas escribo estas líneas tengo ante mí una foto del doctor Wassim asistiendo a uno de los pequeños a los que salvó la vida o confortó en el dolor. No sé si es consciente de la presencia de la cámara, porque sus ojos están clavados en el niño herido al que atiende y al que parece estar acariciando para mitigar su dolor, o tal vez sólo su angustia. La mirada del doctor está tan cargada de piedad que parece imposible que provenga de alguien que se enfrenta a diario a una andanada de horror intolerable mientras a unos pasos de él revientan las bombas y se multiplica el número de heridos, el número de muertos. Mientras entran en un hospital sin medios cuerpos moribundos, adultos que gritan llorando a sus hijos, hijos que gritan llamando a sus padres. Pero Mohammed Wassim miraba al niño al que tal vez no podía curar como si no estuviese acostumbrado a ver a niños destrozados por la metralla. Como si ese chiquillo asustado y doliente fuese el único niño de la tierra.
Es difícil comprender que un hombre que lleva meses viviendo en la más pura expresión del horror sea capaz de conservar dentro de él la capacidad para la compasión y la ternura. Supongo que por eso se quedó en Siria mientras otros salían del país. No sé si el doctor Wassim era el mejor pediatra del mundo, el médico más sabio o el cirujano más eficiente, pero sí estoy segura de que era quizá el hombre más bueno que quedaba en Alepo. Ahora que ha muerto ya no hay pediatras en ese hospital, pero no me pregunto quién suturará las heridas de los niños sino si habrá alguien capaz de consolarlos cuando lloren. De mirarlos con el amor sin rabia con la que Mohammed Wassin miraba a sus pequeños pacientes. Descanse en paz él y todos aquellos que se dejan la vida para luchar contra la crueldad, la injusticia y la muerte. Contra el dolor de un niño. Que su Dios le bendiga, doctor Wassim.