El aterrizaje de más de dos mil chinos en Madrid, todos a una, para pasar seis días en España es una buena metáfora de nuestro tiempo. No habrá recibimiento popular, como en el Villar del Río berlanguiano, pero casi. En la exhausta Europa, una visita así adquiere rango de acontecimiento.
Cuando estos mismos chinos -permítaseme la sinécdoque- cayeron el año pasado sobre París, el ministro de Exteriores francés recibió personalmente al organizador del desfile, un empresario desprendido que cada año se rasca el bolsillo para que sus trabajadores conozcan mundo.
El viaje de ahora incluye una incursión en Toledo, travesía por grandes almacenes, espectáculo taurino, paella multitudinaria al aire libre y salto a Barcelona para vivir una inmersión, claro, de cuarenta y ocho horas.
De la China comunista de Mao hemos pasado a la China de millonarios -oxímoron realmente cegador-, una China capaz de llenar de súbditos todas y cada una de las plantas del Corte Inglés con el mismo desparpajo con que ha sembrado de estudiantes ricos las mejores universidades norteamericanas.
El espectáculo de una veintena de aviones repletos de chinos aterrizando en Barajas tiene como contrapunto, esta misma semana, la llegada a La Habana del primer crucero yanqui en cincuenta años. Mientras al comunismo oriental se le queda pequeño el mundo, el comunismo caribeño vive encerrado en su isla y toma como rehenes a sus ciudadanos, que tienen que conformarse con viajar al Malecón.
La izquierda española se ha sentido tradicionalmente seducida por Cuba como ideal romántico de lucha por la igualdad. Nuestros chinos también conocerán una España de tópicos. Esa y no otra es la que han venido a ver. Toros y paella. El Ché y Fidel.