Una cualidad de la justicia es hacerla pronto y sin dilaciones; hacerla esperar es injusticia (Jean de la Bruyère)
Anteayer, en este mismo periódico, María Peral contaba el largo camino seguido por el procedimiento penal incoado en agosto de 2005 por el cerril asalto a la piscina de la vivienda del director de EL ESPAÑOL en Mallorca y que estuvo protagonizado por unos individuos del denominado Lobby per la Independencia. El titular de la crónica era 11 años de proceso acaban en prescripción y los hechos, según la información, consistieron, en síntesis, en que tras el incidente, previa querella de Pedro J. por un delito de coacciones, y su estancia en la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo por la condición de aforado de uno de los responsables que se presentó con su carné de diputado entre los dientes, la causa fue a parar al Juzgado de Instrucción de Manacor y luego al de lo Penal número 4 de Palma de Mallorca donde, finalmente, merced a una larga parálisis de las actuaciones, se acordó la extinción de la responsabilidad de todos los acusados al haber transcurrido con exceso el plazo de prescripción.
Sin entrar en el fondo del asunto, o sea, en la calificación penal de la conducta de los acusados, mi reacción es lamentar, una vez más, que la administración de justicia haya caminado a paso de tortuga. La Justicia atrasada es una deficiencia tan grave que ella sola descalifica todo el sistema judicial, hasta el punto de que en ocasiones casi más importante que el acierto del fallo es su puntualidad. El artículo 24.2 de la Constitución proclama el “derecho a un proceso sin dilaciones indebidas” y salvo los responsables por autoría, cooperación necesaria, complicidad o encubrimiento, la mayoría de los juristas consideran que una Justicia a destiempo es una forma de denegación de Justicia. Como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos declaró en el asunto Bendayan Azcantot et Benalal Bendayan c. España (Requête nº 28142/04) y condenó a nuestro país porque los tribunales españoles tardaron 7 años y 10 meses en ejecutar una sentencia, “la duración irrazonable de un procedimiento se asimila a un funcionamiento anormal de la administración de justicia” y que “incumbe a los Estados partes del Convenio organizar su sistema judicial de tal suerte que sus jurisdicciones puedan cumplir cada una de las exigencias, incluida la obligación de resolver los procesos dentro de los plazos razonables (…)”.
Desde hace más de cuarenta años todas las encuestas de opinión certifican que la administración de Justicia es uno de los servicios públicos peor calificados por los ciudadanos. Todavía me acuerdo del barómetro que la empresa Demoscopia hizo en el año 1995 donde se constataba que los españoles la tachaban de “lenta, ineficaz, arbitraria e incoherente”. Hoy cualquier encuesta arroja resultados tan desoladores como que el 80% de los españoles acusa a los tribunales de insoportable lentitud. Sí; son ya muchos años de Justicia moviéndose con indolente monotonía. La cosa marcha de mal en peor, pese a que no falten las promesas del ministro del ramo o del responsable judicial de turno que nos hablan de “horizontes, de consensos o de compromisos para que el servicio público de la Justicia sea de calidad”. Confieso mi escepticismo y a la memoria me viene el inmortal soliloquio de Hamlet cuando dice que la tardanza de la justicia es uno de esos males de los que el hombre sólo puede librarse mediante el suicidio.
Lo digo como lo siento y ojalá que me equivoque, pero mi impresión es que no se desea atajar la enfermedad porque el tratamiento, aparte de doloroso, es de alto riesgo. El profesor Alejandro Nieto lo escribe en su obra El desgobierno del Poder Judicial, quizá el mejor diagnóstico de las dolencias de nuestra Justicia: “La Justicia tardía y la Justicia atascada son las dos caras de la falsa moneda de la mala Justicia”. Luego, a renglón seguido, añade que “hemos llegado a un punto en el que ya no bastan ungüentos, cataplasmas y tónicos reconstituyentes sino que hay que acudir inevitablemente a medidas quirúrgicas que pueden tocar personalmente a los jueces, políticamente al gobierno e institucionalmente a algún ministerio y altos organismos”.
Las insufribles demoras de la justicia convierten al Estado de Derecho en algo meramente retórico, sin que valgan excusas de sobrecargas de trabajo o falta de medios materiales y personales. El Tribunal Constitucional lo ha dicho en la sentencia 87/2015, de 11 de mayo, al afirmar que «por más que los retrasos experimentados en el procedimiento hubiesen sido consecuencia de deficiencias estructurales u organizativas de los órganos judiciales o del abrumador trabajo que sobre ellos pesa, esta hipotética situación orgánica (…) de ningún modo altera el carácter injustificado del retraso (…) y que el elevado número de asuntos de que conozca el órgano jurisdiccional ante el que se tramita el pleito no legitima el retraso en resolver, ni todo ello limita el derecho fundamental de los ciudadanos para reaccionar frente a tal retraso, puesto que no es posible restringir el alcance y contenido de ese derecho dado el lugar que la recta y eficaz Administración de Justicia ocupa en una sociedad democrática (…)»
No basta el argumento, por real que sea, de que no se puede ir más rápido en el estudio de los asuntos, ni cabe echar las culpas a un sistema judicial excesivamente burocratizado. La rimbombante Carta de derechos de los ciudadanos ante la justicia tiene más de eso, de pomposa proclamación, o, como mucho, de catálogo de buenas intenciones, que de serio programa de actuación. No se olvide que algunas de las medidas que recoge, –ejemplo, el cumplimiento de los plazos procesales– están en la ley desde tiempo inmemorial sin que haya manera de hacerlas respetar. Por cierto, a buenas horas se dispensa a un abogado del deber de atenerse a los plazos tasados para interponer un recurso o contestar una demanda. Eso por no hablar del desconcierto que producen esas causas penales tramitadas con el rótulo de Procedimiento abreviado que se duermen en los laureles y llevan en sus entrañas el marchamo de la pachorra procesal.
Hace muchos años, noviembre de 1981, para ser exacto, siendo juez en Barcelona, un preso de la cárcel Modelo me dijo:
—Señoría, en el reloj de la Justicia hay más horas de desesperación que minutos de esperanza.
Tenía razón aquel interno cuyo nombre aún guardo en la memoria. Se llamaba José Molina Castillo. Es verdad. El reloj de la Justicia es un reloj lánguido, un reloj que marca muchas horas malas de decepción e impotencia. El reloj de la Justicia delata cansancio y su tic-tac sobrecoge. Parece como si no tuviera más que una aguja. En el caso que da pie a estas líneas, es evidente que la justicia ha hecho aguas y que su reloj está oxidado en el fondo de la piscina. Una justicia lenta, a la larga, se mire por donde se mire, llegue como llegue, pues siempre lo hará envejecida y afeada, no merece ese nombre.
*** Javier Gómez de Liaño es abogado y magistrado en excedencia.