Hay una deuda pendiente que viene latiendo de antiguo, cuando el hombre, en su intento de identificarse con Dios, mecanizó los tiempos. De manera tan aparatosa quedaría señalado el camino de la tradición cartesiana, ese conjunto de lógicas que, lejos de valorar el sentido orgánico del Planeta Tierra, contempla el mundo como máquina impulsada por Dios.
Si echamos la vista atrás, nuestro mundo actual es consecuencia de un juicio racional, donde dioses y hombres copulan, corriéndose a la par y quemando rueda por las autopistas del progreso. Dicho de otra manera: el humo negro que desprende el vertedero de Seseña apunta la verdadera deuda; la que tenemos pendiente con el ecosistema desde la infancia industrial del mundo.
Un suma y sigue para una cuenta de daños que convierten el espacio del día a día en un lugar irrespirable. Si Dios tuviera manos, podríamos utilizar el tópico que señala al mundo como dejado de la mano de Dios. Pero como Dios no tiene manos, la hegemonía de la razón tira de una mano invisible que indica el camino a seguir en busca de la codicia.
Con tales atributos que lo acercan a lo ficticio, el neoliberalismo tiene más de pseudoreligión que de ciencia. Para más inri se acerca a lo fabuloso desde el momento en que exige a la realidad que se adapte a un modelo económico donde lo que no se puede medir ni pesar, no existe.
Con esta facultad para poner límites, quedan fuera de sitio las habilidades del espíritu. Es entonces cuando las matemáticas dejan de ser medio y se convierten en un fin en sí mismo, olvidando que el verdadero logro es el ser humano.
Mientras esto continúe y el hombre sea devenir en vez de logro, el Estado seguirá existiendo. Un medio para alimentar la voracidad del capital a través de los mecanismos metabólicos del poder burocrático.
En esta visión, siempre hay sitio para palabras redentoras que sueltan los que se sienten culpables. Pero las mismas catástrofes ecológicas elevan hasta las cimas de la indecencia el papel del consuelo. Con sus pecados nos adoctrinan a la vez que marcan una deuda numérica que se hace infinita, a interés compuesto.
Se trata de una pella tan ficticia como el capital que manejan. Por eso, la deuda es fácil de saldar. Se tacha. Borrón y cuenta nueva. De la verdadera deuda, la que tenemos pendiente con el ecosistema, hablan poco o nada. La emborronan con humo negro.