Hoy en el corazón de muchos jueces y fiscales, las campanas del dolor tocan a difuntos porque acaba de morirse una excelente fiscal de la Audiencia Nacional y una gran amiga. Desde aquí, tímidamente, me dispongo a rendirle el mínimo homenaje de un respetuoso recuerdo. La cosa es difícil porque a mí, siempre que muere una persona notable me invade un inmenso vacío. Quizá sea porque, como nos enseña el Petrarca, la muerte se lleva a los mejores para dejarnos vivos a los malos.
El ser humano es el soporte de una biografía, alguien de quien se dice que vino a este mundo en un día concreto, que se marchó de él en otro tan preciso como el anterior y que, entre ambas fechas, aparte de otras facetas, tuvo una profesión. Los datos de la vida de Blanca Rodríguez son aproximada y en apretada síntesis, éstos: nació hace ahora 66 años y ha sido fiscal durante 26, de los cuales, tres cuartas partes, fueron en la Audiencia Nacional, a donde llego a raíz del asesinato, a manos de ETA, de su compañera Carmen Tagle.
Con el apoyo de una moral interna, ejercida sin descanso, Blanca pudo dar un claro ejemplo de permanencia y lealtad a la Justicia, algo tan elemental como arduo, tan simple como férreo. Ella ha sido y seguirá siendo, la imagen misma del buen fiscal.
Pero no es su trayectoria profesional lo que en estos momentos deseo recordar de Blanca. Dejar constancia elogiosa de su actividad como promotora de la acción de la justicia, defensora de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley, es tarea fácil. Para mí hay algo más notable y valioso que vuela por encima de la carrera de Blanca.
Su lema era que “cuando la vida no pinta de color de rosa, yo me encargo de pintarla de rosa”
Es su lucha por la vida, su pelea callada contra esa enfermedad de nombre terrible, contra la muerte al fin y al cabo. Blanca, desde que conoció que padecía cáncer no se amilanó y decidió vivir. Su lema, que repetía a menudo, era que “cuando la vida no pinta de color de rosa, yo me encargo de pintarla de rosa”.
De la muerte de Blanca recibo algunas saludables lecciones. Una, que su muerte me ayuda a creer más en la muerte. Otra, que en la vida todos hemos de ser humildes, que es la más noble de las virtudes, a diferencia de la soberbia que tanto mal hace. Son tan crueles como ciertas las palabras de Shakespeare: maduramos y maduramos de hora en hora para luego, de hora en hora también, consumirnos y consumirnos hasta que se acaba el cuento.
Blanca se deleitaba cultivando la amistad, ese sentimiento ilustre que casi nadie sabe distinguir
Junto a estas enormes cualidades, hay otra no menos sólida. Me refiero al concepto que tenía de la amistad. La fiscal Blanca Rodríguez era una buena amiga mía, aunque más lo fue de quienes han estado a su lado hasta el instante mismo del adiós definitivo. Sólo es amigo seguro el que está cerca de ti en los momentos críticos. La amistad que se hace minuto a minuto, cociéndose a fuego lento, es para toda la eternidad. Porque Blanca se deleitaba cultivando la amistad, ese sentimiento ilustre que casi nadie sabe distinguir.
Para ella, en contra lo que suele entenderse, la amistad era de las cosas más necesarias en la vida y sabía muy bien que el mayor encanto de la amistad es el desinterés, algo que Aristóteles nos enseña en Libro VIII de su Ética a Nicómaco al decir que “cuando los hombres son amigos, ninguna necesidad de invocar la justicia hay entre ellos, pero aun siendo justos necesitan de la amistad, de manera tal que parece que son los justos los más capaces de amistad. (…)”.
En la fiscalía de la Audiencia Nacional será imborrable el nombre de una mujer extraordinaria
Sí. Blanca, la que hizo de la profesión de fiscal un compromiso y de la amistad un culto, ha muerto. Aunque no ostento representación alguna ni ejerzo de mandatario, en nombre de sus compañeros y amigos quede, en esta hora amarga, constancia explícita de nuestro cariño, que a ella no ha de servirle ya para nada, pero que a nosotros nos vale para honrarnos a los cuatro vientos. Con su muerte, en el mundo de la Justicia habrá una oficiante menos y en la fiscalía de la Audiencia Nacional será imborrable el nombre de una mujer extraordinaria.
En fin. Estas palabras que ahora termino no son un obituario al uso, dedicado a una fiscal que acaba de irse de este mundo, sino algo más. Son la necrológica ofrecida en evocación de una amiga muerta. Porque Blanca Rodríguez fue una mujer de compañeros y amigos. Después de hoy, Blanca ya no es. Blanca fue. De ella ya no es posible hablar más que en pretérito, aunque, eso sí, siempre perfecto.
Quienes conocimos y quisimos a Blanca lo haremos mientras vivamos, porque los muertos viven en la memoria de los vivos. Y ello pese a no olvidar que el gran poeta Höderlin nos advierte que lloramos a los muertos como si ellos sintieran la muerte sin saber que los muertos están tranquilos.
Descanse en paz Blanca, la templada fiscal y la sembradora de generosa y aleccionadora amistad.
***Javier Gómez de Liaño es abogado y magistrado en excedencia.