El dopaje popular: metástasis y negocio

El dopaje popular: metástasis y negocio

La tribuna

El dopaje popular: metástasis y negocio

El autor analiza el problema creciente del dopaje entre deportistas aficionados, un negocio que mueve muchos millones y que avanza más rápido que el legislador.

20 mayo, 2016 01:02

El dopaje popular es el reverso oscuro de la universalización del deporte; un regreso a la caverna, a esa imbecilidad antropoide -con perdón de los antropoides- de parecer que hacemos cosas que no hacemos. Un fraude cutre para que terceros ganen pasta gansa porque al final el dóping no es otra cosa: pasta gansa y punto. Lo acabamos de ver una vez más en la información que publicaba este jueves EL ESPAÑOL, que daba cuenta del desmantelamiento de una trama de exciclistas que dopaba a corredores amateurs.

Hace años que el cáncer aristocrático de la química ha ido desarrollando pequeñas metástasis en el pelotón del pueblo llano. El proceso resulta análogo al que sufre cualquier otro producto: ayer los ordenadores o los móviles se reservaban para una pequeña élite, y hoy se antoja extraterrestre quien no los usa.

Hay tantos casos que los atletas, como los políticos, han de acostumbrarse a que los miren de reojo

Era cuestión de tiempo, por consiguiente, que los tahúres de la oxigenación de la sangre y de las hormonas a granel echaran sus redes entre la legión de nuevos aficionados al running, ciclismo o triatlón, y quién sabe si en otros muchos deportes que disimulan, de momento, sus miserias. Sucumben unos pocos, cierto, aunque cada vez son más.

No hay estadísticas oficiales por la misma razón que es difícil censar a la gente que pone cuernos a su pareja, pero fijo que llegamos a la década de los años veinte de este siglo con la mayor generación de deportistas amateurs dopados de la historia.

Bueno, y de la élite ni hablemos. Evidentemente no todos los corredores, nadadores o ciclistas de alto nivel se dopan, pero a estas alturas de la vida hay que estar preparado para lo peor; para que los podios y los récords se revisen con carácter retroactivo en una ceremonia continua de la desilusión que posiblemente no tendrá fin nunca, porque allá donde hay una actividad humana con dinero en juego -¿política, impuestos, deporte?- existe un camino para defraudar. De ahí que los atletas, igual que los políticos, tengan que acostumbrarse a que se les mire de reojo, a que además de ser honrados deban parecerlo. Tal es el resultado de muchos años de decepciones y mentiras.

Es patético que cada vez haya más deportistas de ir por casa que atajen para ganar en el barrio

Causa tristeza que el deporte profesional se convierta en campo de batalla de experimentación médica, víctima de una tiranía feroz de patrocinadores, organizadores y público con millones de dólares en juego. Pero resulta patético que cada vez haya más deportistas de ir por casa que atajen para ganar la medalla de hojalata del barrio.

Es un fenómeno poco extendido aún, pero se amplía y hay que ponerle freno educando en valores y salud. Conozco a corredores de nivel de 3h10 en maratón -en términos deportivos, una castaña; en términos de aficionado, respetable- que llevan una vida más esclava que el campeón mundial Ghirmay Ghebreslassie; que tienen entrenador, masajista, dietista y, lo realmente grave, conseguidor que les pincha hierro o les trae EPO para ser el más rápido de su escalera. Auténticos bobos del asfalto que comprometen su vida, se inyectan una ficción de alto rendimiento y ni siquiera merecen la distante comprensión del atleta profesional dopado, ladrón de victorias ajenas pero que por lo menos se arriesga con motivo, vaya, para ganarse el pan. En cambio el dopaje popular, el cutre-dopaje, se parece más a una burda cleptomanía, a comida basura. Pura adrenalina irracional de consecuencias imprevisibles.

Lo peor del dopaje es que nos hace dudar de la cualidad más humana: la de mejorar con trabajo

En fin; que lo peor del dopaje no es que el palmarés del Tour de Francia sea tan inestable como un campo de asteroides. En realidad, ya casi estamos preparados para todo. Lo peor es que nos hace dudar de la cualidad más genuina del ser humano, la de mejorar con trabajo y sudor.

El empresario Juan Roig lo llama cultura del esfuerzo y es el mismo motor que nos llevó de monos a hombres, el mismo que nos sacó de las cavernas. Cada vez que alguien se dopa vuelve a ellas y destruye nuestras legítimas ganas de admirar a la gente. Nos quedan las operaciones de la Policía y la Guardia Civil para poner un poco de cordura en este disparate, ¿pero estarán las leyes a la altura?

*** Juan Manuel Botella es gerente de la SD Correcaminos y autor del libro 'Derecho a la fatiga'.

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