Con millones en el banco, una hermosa leyenda detrás y un talento descomunal que no necesita compartir, parece claro que Springsteen solo lo hace por placer. Y eso, sin duda, se nota. Se nota mucho.
Por eso aún puede hacer conciertos que superan las tres horas y media ininterrumpidas y, por eso mismo, cada vez que sale a la carretera y se lleva a la Banda de la Calle E agranda un poco más su mito.
The Boss toma el Bernabéu este fin de semana después de haber conquistado una vez más -y van 20- Barcelona, también en su estadio principal, y San Sebastián. Madrid no será menos. Fue en la capital donde realizó uno de sus conciertos más largos y emblemáticos de su carrera, 3:48 minutos, muy cerca de los míticos 4:06 de Helsinki en 2012.
Pero no se trata de minutos. Sino de intensidad. No es cuánta música es capaz de tocar, sino qué música. Se trata, en el fondo, de algo que se echa de menos en estos tiempos tan manifiestamente egoístas: generosidad. Ésa que exhibe el compositor de Nueva Jersey a sus fans en cada concierto. De lealtad, la que Bruce desprende a chorros en cada ocasión que sale al escenario. De entrega: la que evidencia cuando irrumpe en la vida de quienes le escuchan en directo, absolutamente dispuesto a inmiscuirse, y profundamente, en sus existencias. Entregándolo todo, quedándose con nada.
Quizá por eso resulte tan sencillo amar a Springsteen. No es solo porque haya escrito algunos de los temas legendarios de la historia del rock. Thunder Road o The River alcanzan con holgura esa clasificación. No es solo porque sus conciertos constituyan una fiesta colosal, difícilmente repetible en otros ambientes o ante otros músicos. Es, también, porque quienes lo escuchan, aunque estén rodeados de otras 65.000 personas, como en el Camp Nou, son capaces de sentir que el concierto es solo -o muy especialmente- para ellos. Pocos son capaces de generar ese vínculo. Muy pocos pueden distribuir tantísima energía y hacérsela llegar con semejante nitidez y entusiasmo a sus felices interlocutores.
Springsteen tiene magia para conseguir que, en su presencia, te sientas especial. Y la envuelve no en arrogancia, ni en vanidad, sino, precisamente, en aquello que más segrega: humildad. Ahí está el valor, su gran valor. Exactamente, ahí.
Como tantos rockeros, Bruce se resiste con elegancia y cordura -también con asombrosa eficacia- a la vejez, empujándola a algún lugar oculto en el futuro. Podría sospecharse que, igual que inunda de energía renovadora a sus fans, lo mismo ocurre en sentido inverso. Tal vez su eterna juventud de 66 años se nutra de cada uno de nosotros; posiblemente se muestre ya anhelante por entregar -y recibir- una nueva carga de energía este sábado. Y quizá por eso resulte verosímil intuir que no solo él forma parte de nosotros, sino nosotros de él.
Amar a Springsteen. Tan sencillo.