El lunes por la noche, doscientos pijos arrasaron un par de calles y plazas de Barcelona molestos por la decisión de un juez de desalojarles del local que okupaban en el barrio de Gracia. Se comprende el enfado de los bon vivants: el local llevaba ocupado desde 2011 y tras años de extenuantes siestas perras, agotadoras jornadas de acumulación de basura y fatigosas horas extra dedicadas al rascado de axilas a dos manos habían logrado que un alcalde conservador, es decir uno de los suyos, le cargara el alquiler de 5.500€ mensuales al resto de los barceloneses.
A estos émulos catalanes de Alejandro Borja Thyssen-Bornemisza les debió de resultar duro eso de verse obligados a abandonar el cálido útero del rentismo: catorce mossos d’esquadra fueron heridos durante los altercados y si no fueron más es porque los niños pera se escondieron en callejones “donde no entraban las furgonetas de la policía autonómica”. Uno casi comprende el desconcierto de los mossos frente a tamaños genios de la estrategia militar. ¡Ni al mismísimo Napoleón se le habría ocurrido una táctica de guerrilla urbana más brillante! Lo del lunes, no lo duden, se estudiará pronto en los cursos avanzados de la Academia de West Point. ¿Qué ocurre cuando la fuerza irresistible de la inteligencia bélica de los okupas choca contra ese objeto inamovible que es una furgoneta de la policía autonómica?
Barcelona es la ciudad derrotada por antonomasia, pero por si hacían falta más pruebas el diario El País entrevistó ayer al propietario de un quiosco situado a apenas unas pocas decenas de metros del local desalojado (los manifestantes le habían roto el cristal del comercio al igual que hicieron con el resto de negocios de la zona). Preguntado por el periodista, el quiosquero respondía que “los vecinos nos llevábamos bien con los okupas, hacían cosas sociales para el barrio, ayer cerramos nuestro negocio para que ellos protestaran”.
Ahí tienen ustedes la prueba de la imparable derechización de la ciudad de Barcelona: un trabajador de los de despertador a las 5:00 de la mañana acepta mansamente perder el jornal de un día para que los rentistas del barrio, esos cuyo alquiler está pagando él con sus impuestos municipales, puedan manifestarse a placer y reventarle el negocio a pedradas. Y todo ello con buena cara, mejores palabras y poco disimulado entusiasmo: “Hacían cosas sociales por el barrio”. ¡Ah, las “cosas sociales”! Cada vez que en Barcelona alguien en algún rincón “hace” una “cosa social” a mí me desaparecen veinte euros del bolsillo. Espero que estén a buen recaudo: con los intereses de la inversión en “cosas sociales para el barrio” me voy a comprar pronto un Ferrari.
En cualquier caso, sabido es que las “cosas sociales” no son violencia hasta que se acaba la transferencia, pero vaya usted a contárselo al pobre hombre del quiosco. A fin de cuentas, sarna con gusto no pica y no hay otro barrio en Barcelona que haya recibido con mayor mansedumbre bovina que el de Gracia a los que ahora queman sus calles. El que la lleva la entiende y allá los vecinos con sus alucinaciones colectivas.