Sí. Que en el barrio barcelonés de Gràcia se hayan quemado contenedores, destrozado algunas sucursales bancarias, volcado vehículos aparcados, todo esto durante varios días de esta semana con unos cuantos heridos y unos pocos detenidos, carece de transcendencia. ¿Acaso alguien se acuerda de los 230 muertos habidos en Barcelona en 1919 (en términos históricos, a la vuelta de la esquina) tras la huelga general que cortó el suministro de gas y de electricidad y, con ello, paralizó todo el sistema industrial catalán?
Aquéllas sí eran revoluciones y no los jueguecitos que se traen estos días unos centenares de jóvenes y maduros anticapitalistas, bien organizados, sí, preparados para la lucha callejera, también, pero que se derretirían como una mona de Pascua si un solo mosso d'escuadra cometiera la demencia de disparar al aire su arma de fuego. Revoluciones ha habido muchas en Catalunya, tantas que ocuparían el periódico de este domingo pese a que, al ser digital, es como el Libro de Arena de Borges: interminable.
Por citar algunas revoluciones en Catalunya, recordemos la de 1868, en cuya Plaza de la Revolución, 150 años después, se congregan estos días los amotinados del barrio de Grácia para reorganizarse. Aquélla sí que fue una revolución en toda regla, consecuencia de la primera crisis financiera del capitalismo español. Tan grave, que cayó la monarquía corrupta y disipada de Isabel II. El regente, el general Serrano, comentó cuando se buscaba una nueva familia real para sustituir al desastre de los Borbones: “Encontrar un rey democrático en Europa es tan difícil como encontrar un ateo en el cielo”.
Si George Orwell estuviera hoy en Barcelona, de enviado especial de un periódico inglés, sonreiría al ver a los revolucionarios amateurs de Gràcia. Escribió Orwell en su libro Homenaje a Cataluña, tras presenciar la situación de Barcelona en los primeros años de la Guerra Civil de 1936: “Por primera vez en mi vida, me encontraba en una ciudad donde la clase trabajadora llevaba las riendas. Casi todos los edificios, cualquiera que fuera su tamaño, estaban en manos de los trabajadores y cubiertos de banderas rojas o rojas y negras. Nadie era amo de nadie”.
¿Por qué, entonces, los actos vandálicos que presenciamos estos días en la capital catalana son seguramente más significativos que los vividos en Catalunya durante los últimos 200 años? Por una razón: porque por primera vez, en Catalunya el poder empieza a estar en manos o a depender de movimientos populistas, decididamente izquierdistas y antisistema situados en las antípodas de la tradición catalana.
Cuando el viernes pasado, el president de la Generalitat, Puigdemont, se presentó en la capital del Estado para hablar en castellano y sacar pecho contra España, realmente lo que le preocupaba no era que una militante de Vox le mostrara unas esposas policiales destinadas a quien incumple la ley. El nacionalista Puigdemont sabe bien que ni Rajoy ni quien venga le depondrá por sedición pese a estar reglamentado en la Constitución. A quien teme el Gobierno catalán, paradójicamente, es a sus imprescindibles compañeros de viaje hacia la independencia, los de la CUP, un partido antisistema hermanado con los “quemacontenedores” del barrio de Gràcia.
Junts per Sí, con su president Puigdemont al frente, está esposado por los 10 diputados de la CUP, no por la atrevida militante de Vox, un partido testimonial. Si los 'cuperos' no apoyan en estos días la aprobación de los Presupuestos de la Generalitat, el Parlament tendrá que disolverse, lo cual se evitó “in extremis” el pasado 12 de enero gracias a los votos de los mismos extremistas.
Catalunya, en términos financieros, está por debajo de la basura. La agencia Moddy´s así ha calificado el bono catalán. En términos políticos, la situación es casi peor. El centro político, representado durante décadas por los convergentes de CiU, ha desaparecido. El PP y el PSC están encallados y a un paso de la insignificancia. Ciutadans, convertido en partido refugio de los no nacionalistas, no equilibra las pérdidas de populares y socialistas. El resto del arco político, con un peso creciente y decisivo, oscila entre la izquierda rupturista y la extrema izquierda: los republicanos de ERC (partido que se ha comido a Convergencia), los populistas de “Catalunya sí que es Pot” y los independentistas revolucionarios de la CUP.
Las movilizaciones en la calle de estos últimos años, un “totum revolutum” ideológico, pidiendo primero más autonomía y más dinero y después la independencia, han desembocado en un cambio político impensable hace unas décadas. No sólo la calle ha dejado de pertenecer a la sociedad catalana moderada, la del seny, también las instituciones han pasado a estar contraladas por personajes cuyo rostro más 'moderado' lo representan Ada Colau, la alcaldesa asamblearia de Barcelona, y el republicano independentista Oriol Junqueras, verdadero hombre fuerte de la Generalitat. A este punto se ha llegado.
Lo que sucede en Catalunya va más allá de la quema de unas decenas de contenedores. Los manifestantes del barrio de Gràcia se movilizan al grito de “Se va a acabar la paz social”. Colau contempla desde el balcón del ayuntamiento lo que sucede en la calle. Con comprensión, porque si no estuviera arriba, estaría abajo con ellos. Y, a su vez, con temor, al ser la alcaldesa de todos los barceloneses. Esta es la cuestión: se empieza jugando a ser “malotes” con España como enemigo común y se acaba en manos con tintes revolucionarios. “Los pueblos tienen el gobierno que se merecen”, escribió Giussepe de Maitre. Los catalanes, ya lo tienen. Y los españoles, también, con un Gobierno central que ha contribuido al desorden por inacción y también por falta de sensibilidad con Catalunya, engordando así el Memorial de Greuges (agravios).
Cualquier día de estos aparecerá un iluminado que prometa un futuro mejor y propondrá la creación del Partido Espartaquista, como en el Berlín revolucionario de 1919 cuando se tomó el nombre de Espartaco, líder de la rebelión de esclavos contra Roma, para crear el movimiento rupturista con el orden establecido. Y como es tiempo de demagogias y populismos, el espartaquismo se convertirá en un partido de referencia. En realidad ya existe, es Podemos.
¿Aristóteles, hacemos algo?
Sí. El filósofo de Estagira no pasa de moda. Unos arqueólogos creen haber hallado su tumba en la ciudad donde nació hace 2.400 años, cuya costa es acariciada por el Mar Egeo. Aristóteles, “el maestro de los que saben”, como lo definió Dante, pervive. El sucesor de Platón fue el precursor del cambio. Se rebeló contra la escuela imperante según la cual el cambio era imposible, defendida desde Parménides a Zenón. La aceptación aristotélica de que el cambio es posible y existe ayudó a la evolución de la ciencia. Pero Aristóteles, cuando explicaba a sus alumnos de la Academia las bondades del cambio, siempre hacía una consideración a modo de pregunta: "Hay que preguntarse cambio Para qué o con Qué fin". Pues esa es la pregunta que los ciudadanos debemos hacernos ante la jornada electoral del 26 de junio. Cambió, sí, pero para qué.
¿¡Ay Cleopatra!?
Sí. Situados ya en la antigüedad, una sugerencia. Salvo casos de machismo empedernido, en Madrid se representa una obra teatral magnífica digna de ser vista y saboreada. Se cuenta en ella la historia de una reina que, pese a su nariz fea (no había cirugía estética como para las reinas de ahora), gobernó un imperio, tuvo a su pies al más grande general, era una diosa en el arte de amar, bisexual para más señas, creó la mayor biblioteca de la Historia, se desnudó o se vistió como quiso, porque ella era la moda, era química, física, filósofa, se inventó un crecepelo para su amante dictador...
Cleopatra hoy no sobreviviría. Sería demasiado moderna y libre. La última reina de Egipto murió hace dos mil y pico años, pero tenemos a una divina Ángela Molina, arrugada, sin bótox, canosa, bellísima y grácil, para sentirla y entenderla en César (interpretado por Emilio Gutiérrez Caba) y Cleopatra, dirigidos todos por la gran Magüi Mira.