Una vez me hizo un estudiante la siguiente pregunta: “si España estaba tan desencantada con la democracia, ¿cómo es que la Transición siguió adelante?”
El contexto: acabábamos de ver en clase El desencanto (1976), de Jaime Chávarri, y de leer Crónica del desamor (1979), de Rosa Montero, como ejemplos del bajonazo anímico que se había sentido en la segunda mitad de los 70 en algunos sectores de la sociedad española; esa mezcla de la resaca de la disidencia y la de la contracultura, la de los años heroicos y la de los años psicodélicos.
Previamente yo había explicado a los estudiantes que la Transición larga iba desde la muerte del dictador en 1975 hasta la victoria de Felipe González en 1982, es decir, hasta el momento en el que la nueva democracia, tras el golpe de Estado fallido y la mayoría absoluta de un partido hasta hacía poco ilegalizado, había mostrado su irreversibilidad.
El hartazgo que muchos sentimos hacia el 26-J guarda paralelismos con el que se vivió en la Transición
Para mi estudiante, por tanto, había algo que no encajaba: si los españoles ya estaban desencantados con la Transición en el 76 y en el’79, ¿cómo es que profundizaron en la misma durante los años siguientes, sorteando el golpe de Estado y haciendo el tránsito de Suárez a Felipe? La pregunta no sólo me parece interesante como problema histórico, sino que también es relevante para comprender otros contextos de desencanto como la actual precampaña del 26-J.
El hartazgo que muchos sentimos hacia esta nueva cita con las urnas guarda, efectivamente, ciertos paralelismos con el que se vivió a los pocos años de la muerte de Franco. Lo que no está claro es que los mismos factores que permitieron entonces seguir profundizando en el cambio político se den ahora.
Para empezar, los paralelismos: el desencanto de la Transición ha sido interpretado de muy diversas maneras, pero lo que no se puede discutir es que se dio en un importante sector de la ciudadanía y que además tuvo mucho eco en el mundo de la cultura (a los títulos ya mencionados se podrían añadir dos películas de Garci, Asignatura pendiente, de 1977, y Volver a empezar, de 1981). Era un desencanto provocado, en primer lugar, por razones puramente políticas: la lentitud del tránsito a una nueva normalidad tras la muerte del dictador, las componendas de la “ruptura pactada”...
No es ya la decepción hacia las élites o un 'déjà vu' de campaña, está la espectacularización de la política
Pero estos aspectos abstractos aparecían unidos a lo íntimo y vivencial: las obras del desencanto siempre emplean una trama mundana, familiar o amorosa a través de la cual mostrarnos una sociedad posfranquista desilusionada. En las películas de Garci son los antiguos amantes que se quisieron cuando todo era imposible y ahora, cuando pueden estar juntos de nuevo, se dan cuenta de que es demasiado tarde; en Crónica del desamor es la periodista que pone pies de foto a instantáneas de Fraga y de Suárez antes de regresar a su vida de exhippie de vuelta de todo. El desencanto no se extiende como una conclusión racional sino como una sensación interna.
Algo de esta simbiosis entre lo vivencial y lo político hay en el hartazgo con el que recibimos la cuenta atrás del 26-J: no es sólo la decepción hacia las élites (viejas y nuevas) tras meses de negociaciones fallidas para formar gobierno, no es sólo el déjà vu de una nueva campaña electoral con los mismos cabezas de lista, con los mismos argumentarios, con los mismos debates acerca de los debates. No; más allá de todo esto, la espectacularización de la política de los últimos años hace que las nuevas elecciones nos parezcan la degeneración de un entretenimiento que antes nos solía hacer gracia: La Sexta Noche como la sexta temporada de Friends. No nos cansan las ideas sino los gestos que las acompañan; no nos cansa la política sino nuestro papel como agentes políticos.
Además, el reciente aniversario del 15-M y algunas de las reflexiones que suscitó muestran lo que ha habido de vivencial en el proceso de cambio político comenzado en 2011. Ciudadanos de todas las edades han encontrado en la política y en su acaloramiento una nueva serie de hábitos y sentidos personales que ahora se ven, a su vez, cercados por el cansancio, por el “buf, la política”. Y esto no resulta aplicable solamente a los que han desembocado en Podemos; la expansión nacional de Ciudadanos, a la vez que los tímidos escalofríos de renovación en los viejos partidos, también son producto de aquel cabreo. Y ningún cabreo se puede mantener para siempre: o se acelera hasta llegar al odio o se amansa en amargura y desidia.
La Transición nos muestra que cada paso abre una serie de posibilidades que no estaban presentes al inicio
Es cierto que una de las razones por las que se pudo profundizar en la Transición, a pesar del desencanto, también se da ahora. Los cambios sociales son placas tectónicas que tardan en ponerse en movimiento, pero una vez que lo hacen pueden seguir evolucionando aunque no lo parezca; el eppur si muove como soterrada ley de la política. Y la Transición nos muestra que cada nuevo paso, por muy pequeño que sea, abre una serie de posibilidades que no estaban presentes al inicio: Suárez no pudo legalizar al Partido Comunista antes de aprobar la Ley de Reforma Política; Izquierda Unida y Podemos no pudieron aliarse hasta que el 20-D mostró quién había dejado de pintar nada a escala nacional, y quién era incapaz de lograr el sorpasso por su cuenta. La realidad no se repite jamás de forma matemática, el déjà vu es un mero error de percepción.
Así que España sigue ahora en proceso de cambio como seguía evolucionando durante los años del desencanto; la verdadera diferencia entre ambas situaciones radica en el consenso acerca de la dirección que debe tomar el cambio… o la falta de él. Porque, por muy dividida o decepcionada que estuviese, la sociedad española de finales de los 70, compartía una convicción generalizada de que era necesario superar la dictadura y establecer en España una democracia pluralista. Por eso se alcanzaron aquellos fines a pesar del descuelgue emocional de tantos ciudadanos.
Vale la pena recordar que, cuando Vázquez Montalbán se hizo eco del “¿contra Franco vivíamos mejor?”, fue precisamente para decir que no, que contra Franco no se vivía mejor; que el nuevo sistema, con todas sus imperfecciones, era preferible a lo que había venido antes. Si tenemos en cuenta que Montalbán era el mismo que de puro desencanto había matado a Carrillo en Asesinato en el Comité Central (1981), vemos hasta qué punto existían unas ideas básicas que estaban ampliamente compartidas y que por tanto seguían sirviendo de motor, aunque fuese inconsciente, al cambio.
No existe un consenso generalizado acerca de la España que se quiere que salga de este proceso de cambio
Es este consenso el que se encuentra ausente del momento actual. Donde unos sectores apuestan por un gran cambio en la política y la sociedad españolas, entendiendo las distintas crisis del presente no como males episódicos sino como síntomas de problemas profundos que hay que resolver de una vez por todas, otros parecen conformarse con obtener un regreso al statu quo ante 2008. Es decir: poner fin a la crisis, pero sin plantear una verdadera reforma del modelo productivo, educativo y laboral que la hizo más grave que en otros países de nuestro tamaño. O deshacerse de los corruptos, pero sin exigir responsabilidades a las estructuras y los individuos que los alentaron. O resolver la organización territorial con la conocida fórmula de contemporizar y pasar el problema al próximo Congreso, aceptando el “problema de España” como una ontología y no como algo coyuntural que se puede y se debe resolver.
En definitiva, no existe un consenso generalizado acerca de la España que se quiere que salga de este proceso de cambio político que se lleva viviendo desde 2011. Y esta falta de consenso, unida al desencanto, es lo que puede hacer que el cambio desemboque en abstención, polarización e ingobernabilidad. La Segunda Transición, por desgracia, sigue siendo una quimera.
*** David Jiménez Torres es doctor por la Universidad de Cambridge y profesor en la Universidad Camilo José Cela.