El juez encargado del caso de Jo Cox ha pedido un examen psiquiátrico a su asesino. No nos sorprenderá mucho el resultado: parto de la base de que cualquiera que se abalance sobre un semejante con la intención de acabar con su vida tiene por fuerza que estar muy mal del tiesto. Por eso me sorprendió tanto leer el tuit con el que un profesor de la Universidad Pompeu Fabra, Héctor López Bofill, explicaba la muerte violenta de la diputada laborista: “El asesinato de Jo Cox demuestra que, por desgracia, toda transformación constitucional profunda pide muertos”.
Vamos, que el acuchillamiento de la diputada británica es el desdichado precio que hay que pagar para que la historia siga avanzando. Mientras un juez británico intenta probar que el asesino de Cox es un perturbado, un profesor español de derecho menea la cabeza y chasquea la lengua, como dando por bueno que lo que pasó se veía venir. Luego, el hombre se enredó en una serie de explicaciones más bien farragosas para justificar lo escrito. Desde luego, yo no dudo de que el profesor López rechace de corazón cualquier forma de violencia, pero guiándonos por lo que escribe, yo diría que le parece lógico que la evolución radical del devenir de un pueblo esté salpicada de sangre.
Se supone que estamos en el siglo XXI, y que el mundo civilizado tiene herramientas suficientes para elaborar sus cambios sin poner muertos sobre la mesa. Me niego a admitir que seguimos anclados en esa parte de la historia en que la sangre teñía cualquier acuerdo y los tiros preparaban el trabajo de la diplomacia, como me niego a aceptar con tanta tranquilidad que es normal que las “transformaciones constitucionales” demanden algún que otro cadáver. Quizá no fuese esa su intención, pero al leer el tuit de López Bofill uno se imagina los grandes cambios políticos como una deidad salvaje que reclama sacrificios humanos para hacerse consistente, para tener una oportunidad de encaramarse al futuro.
Fueran cuales fueran sus ideas, buscase lo que buscase al empuñar su cuchillo, el hombre que mató a Jo Cox está como una cabra, y así lo dirán los profesionales cuando les toque el turno de evaluar su mente retorcida. Jo Cox ha muerto. La han matado. No manchemos su memoria intentando explicar su asesinato desde la consecución de un objetivo ideológico, y mucho menos frivolicemos sobre la pérdida de una vida humana al entenderla como un daño esperable en la evolución de un proyecto ideológico.