Es fascinante, en la misma medida en la que lo puede resultar un cáncer para un oncólogo, ver cómo crece una insidia en la red. Un gesto mínimo puede desencadenar el proceso, activar los engranajes que convierten a las redes sociales en la perfecta trituradora de almas. Esta vez bastó con que Pedro Sánchez se frotara las manos para que se agitara la marea. Nunca una metáfora había sido tan oportuna.
Le han llamado racista y clasista, y socialista farsante, porque hizo el gesto -frotarse las manos- después de saludar a dos simpatizantes negros. El gif está ahí para atestiguarlo.
Quién sabe cuántas otras manos había estrechado el candidato antes de ese frame maldito. De los cientos de razones que pudieron motivar aquel gesto, del sudor a la satisfacción, la famélica legión tuitstar se encargó de establecer como cierta la del racismo.
Hay días en que no hace falta un Gorrión Supremo para que la red organice un Paseo de la Vergüenza. La cercanía de las elecciones ayuda, claro, pero no explica. Nos hemos instalado en un moralismo enfermizo, inquisitorial, que cambia certezas por presunciones, y al que no es ajeno el propio Pedro Sánchez cuando dice que le incomoda ver a David de Gea en la portería de la Selección española.
El lenguaje y metodología de Twitter, su rocosa superioridad moral, su falta de escrúpulos y el turbio asunto de la viralidad, es ya el lenguaje y metodología de muchos periodistas y políticos. No hablamos sólo de soltar un sintómatico “¡zasca!” para medir la calidad de unos argumentos sino de publicar sin más prevenciones la declaración incriminatoria de una testigo protegida que acusa a varios futbolistas de delitos aberrantes o de este titular que leo en Público: “Pedro Sánchez desata la polémica en Twitter por limpiarse las manos después de saludar a unos migrantes”.
La presidenta de la Comunidad de Madrid Cristina Cifuentes se ha sumado al coro con un tuit infamante. Esperemos que no sea el preludio de lo que nos espera en esta recta final de la campaña. Unas elecciones pueden servir para testar el nivel de nuestra conversación pública y en última instancia de nuestra convivencia. Sería terrible si concluyéramos que la marejada populista ha terminado por arrastrarnos a todos.