Lo hermoso de las campañas electorales es que, en medio del tedio y la grisura, puede saltar la liebre. En ésta que ya parecía consumida desde el remoto debate a cuatro, el imprevisto ha surgido del despacho más insospechado. Porque debe ser un récord mundial, digno del Guinness, que al ministro del Interior de un país lo graben en su guarida dando instrucciones de cómo reventar al rival, y redondear la faena difundiendo sus palabras cuatro días antes de ir a las urnas.
La respuesta de Fernández Díaz ha sido ciertamente conmovedora. Nada menos que el jefe de la Policía presentándose como víctima indefensa de una conspiración. Da miedo pensar cómo está el asunto de la seguridad cuando al dueño de la porra lo desnudan de esta forma dentro de las cuatro paredes del búnker ministerial y, según todo apunta, funcionarios de la casa.
Lo mejor para Fernández Díaz es que no tendrá que dar la cara mucho más tiempo, porque ni aun llegando Rajoy a la Moncloa repetiría en el cargo. Está el golpe, tremendo, que lo deja en la cuneta política, pero uno imagina las risitas de sus subordinados y de los polis a cada paso y entiende que él debe ser el primer interesado en quitarse de en medio cuanto antes.
Sólo un iluso puede creer a estas alturas que el Poder ejecutivo respeta siempre y en cualquier circunstancia la neutralidad política de las instituciones del Estado. Antes que Fernández Díaz instase a los agentes a actuar contra los separatistas hemos visto al Ministerio Fiscal convertido en abogado defensor de la infanta y a Montoro presumir de tener a mano nuestras declaraciones de la renta. Pero tiene bemoles que entre los primeros que han cogido turno para linchar al ministro esté Artur Mas, alguien que sin ningún remordimiento ha convertido la Generalitat de todos los catalanes en la Generalitat de todos los independentistas.
Dudo, en cualquier caso, que las artimañas del ministro para escarmentar a los separatistas tengan algún coste electoral. Puede que incluso alguno se haya sorprendido: "¡Albricias, después de todo alguien hacía algo!". Pero en los espíritus más sensibles Fernández Díaz deja una desazón tremenda. La de una Policía que está manga por hombro. La de un espía espiado. La del alguacil alguacilado.