En capítulos anteriores este que escribe fue invitado a un hotel para dos. “Puedes venir con tu pareja”, fue la frase que desencadenó una de esas espirales de lamento y crisis-de-hombre-de-cuarenta-y-cinco de género impar. Gracias a esta sociedad tan instantánea recibí numerosas muestras de apoyo que se sumaban a mi emoción y, también, jugosas ofertas para ser mi acompañante por unos días. Algunas me parecieron realmente buenas, interesantes, excitantes, etc…, pero mi prurito de soltero levantó al valiente que habita en nosotros y me vine solo. Yo solo. Maleta, avión y taxi.
Lo mismo hasta ligas en el hotel, me dijo una amiga.
Oye, si se dan las circunstancias. Respondí. Estoy libre.
He aquí lo que ocurre cuando uno se hace mayor: la soltería se ve como un ejemplo de madurez y no de abandono. Los amigos ya andan quejándose de sus respectivas. Los horarios son parte de la epidermis. Las obligaciones andan rozando el hábito de monja. Las liberaciones son pocas. El cansancio es como un ardor de estómago. Así que, los solteros somos vistos como seres del paraíso -tipo Avatar- que andan libérrimos por lugares del Olimpo de la Mocedad. Algo así. El soltero parece el bon vivant que anda campando a sus anchas sin horarios, sin quejas y sin obligaciones. El soltero parece un autónomo de la cama y las llaves de casa que no paga impuestos. El soltero es como el que cobra en negro y tiene licencia para matar.
Todo parece cargado de sentido. Creo que el soltero o soltera de 2016 está adquiriendo cierta fama de persona libre. Se acabó la etapa del ya-aparecerá-alguien y hemos entrado en una titulada joder-qué-vida-llevas. Te descalzas en casa nada más entrar, comes en el sofá, te duermes con la tele puesta, amontonas libros en el suelo, la nevera aúlla con cervezas y actimeles, cuelgas toda tu ropa en tu armario, te metes a la cama por el mismo agujero de ayer, haces alguna fiesta, abres una botella de vino para ti solo, conjugas el verbo salir y entrar con facilidad, miras la hora en el móvil, juegas con él, también contigo. En fin.
Es posible que me esté volviendo demasiado quisquilloso y demasiado mayor para algunas cosas. Aquí estoy, escribiendo este artículo en un hotel para dos que es todo para mí. Llevo pantalones cortos, hace calor y las vistas son maravillosas: el cabo Formentor. De hecho, las vistas son tan maravillosas que alguien se queda mirando hacia el mismo horizonte, luego se gira: “Bonita vista, ¿verdad?”.
Realmente sensual, respondo fallando al subconsciente.
Echa a reír. Yo también.
En ese momento me doy cuenta de que he hecho bien viniendo solo. La cama es de dos metros, mi soledad de 1.85 y la botella de vino del hotel está sin abrir.