Resumía Pemán en su exitosa Oda a la paella que el secreto de este "plato gremial y colectivo" radica en que "un grano es un grano como un hombre es un voto". El paradigma democrático llevado a la gastronomía le funcionó al poeta del régimen desde la premisa de la excelencia culinaria y por la identificación del sufragio como virtud. La escribió en 1956 cuando el Caudillo arrasaba en sus plebiscitos.
El problema, como prueba el empastre del brexit, es que del mismo modo que la buena cocina requiere dedicación y mesura, la exaltación consultiva sin más hace que la democracia se confunda con la aritmética. La inflamación democrática es el peor modo de garantizar el gobierno de los ciudadanos y la mejor forma de legitimar a embaucadores y demagogos, dejando en manos de los chamanes y sus rebaños la toma de decisiones trascendentales.
El brexit es un paradigma de cómo la perversión democrática puede poner a una civilización en la picota, pues 1,2 millones de británicos empujan al vacío a más de 500 millones de europeos tras una campaña infestada de ensoñaciones populistas, chivos expiatorios y xenofobia.
El perfil de los votantes desvela que los ciudadanos menos formados y más resentidos de Reino Unido, en definitiva los más vulnerables a las supercherías de los Nigel Farage, las Marine Le Pen o los Donald Trump de turno, han hecho piña con los nostálgicos imperialistas y los ricos egoístas para culpar a Europa de todos los males y mandar a tomar viento décadas de prosperidad y paz.
Aquí el desaguisado nos suena próximo porque también los independentistas conspicuos porfían contra la unidad y esgrimen deudas seculares amparándose en el "derecho a decidir", la "autodeterminación" y otros sonajeros democratistas tan del agrado del populismo de nuevo cuño y sus terminales.
Ahora resulta que los analfabetos funcionales y los abuelos de los que debemos compadecernos porque firmaban sus hipotecas sin entender la letra pequeña sí están preparados y legitimados para valorar las consecuencias económicas, políticas, jurídicas y sociales de romper un continente o un país.
La alternativa no puede pasar por ponderar el voto según el coeficiente intelectual, la formación o la renta de los electores, como bien sabemos en España. De hecho, llevamos décadas midiendo el valor de los sufragios y su traslación a escaños con distorsiones que benefician a los partidos mayoritarios, a los nacionalistas y a determinadas circunscripciones provinciales sobre otras: el país parece varado en un légamo político indigesto.
La alternativa sólo puede pasar por una pedagogía democrática y moral de la que los gobernantes deberían ser principales exponentes. Una democracia no mejora si los ciudadanos se ven obligados a resolver con fórmulas binarias cuestiones trascendentales. Una democracia es buena si funciona, si garantiza cierto control en la toma de decisiones, y si procura porciones razonables de libertad, seguridad, prosperidad, igualdad de oportunidades y cohesión social. Sin esos ingredientes y esos resultados incluso la cuna de la soberanía parlamentaria puede acabar siendo una olla podrida sin remedio ni oda posible.