El 12 de junio sucedió un salvaje acto de odio en el que 49 personas fueron asesinadas y otras 53 resultaron heridas de gravedad. Un hombre decidió que las vidas de esas 49 personas y del resto que se encontraban en la discoteca Pulse, en Orlando, no tenían valor ninguno. No sólo decidió que no valían nada, sino que además pensaba que restaban valor a la humanidad en su conjunto, y así llevó a cabo una cruel y sangrienta demostración de su visión del mundo, en la que únicamente pueden estar él y los que piensan como él, en la que todos los que nos escapamos de esa norma debemos ser eliminados.
Quiero dejar claro que esto no fue únicamente un acto terrorista, fue, sobre todo, un acto de odio. A veces resulta difícil distinguir matices entre ambos, ya que nada más que el odio puede mover a los terroristas que atentaron en París o Bruselas; pero hay una diferencia clave que convierte este ataque en uno diferente. En los otros casos se pretendía infundir el miedo a toda la población: hombres, mujeres, niños, heterosexuales, homosexuales, ateos, cristianos, blancos, negros, asiáticos… Los terroristas querían manifestar que no toleraban ese modelo de sociedad, dirigiéndose a toda la sociedad. En cambio, el responsable de este ataque sólo quería atemorizar a una parte de la población: al colectivo LGTB. Nos ha querido decir que, independientemente de la sociedad en la que vivamos, seremos perseguidos y asesinados por ser quienes somos, como tristemente ocurre en muchas partes del mundo.
Todos hemos vivido, en mayor o menor medida, la LGTBfobia
El terrorista quiere que sintamos una diana en nuestra espalda, que sepamos que él y todos los que aplauden su brutal matanza desde las redes sociales (es increíble que en pleno siglo XXI haya personas que escriban #MatarGaysNoEsDelito o se hayan puesto como foto de perfil la imagen del asesino con el filtro de la bandera arcoíris, para reivindicarle como a un héroe) van a buscar impedirnos vivir libremente, seamos de donde seamos y creamos lo que creamos.
Este asesino ha querido revivir viejos fantasmas que aún perduran en la memoria del colectivo LGTB, porque incluso los más jóvenes sabemos que hace no tanto en España era ilegal ser homosexual y todos hemos vivido, en mayor o menor medida, la LGTBfobia, ya sea en nuestra familia, colegio, instituto, trabajo o la calle. Pero sabemos cómo combatir a estos fantasmas: con las mismas armas con que el 28 de junio de 1969 un grupo de lesbianas, gays, transexuales y bisexuales hicieron frente al acoso policial homófobo que llevaban sufriendo años: con el Orgullo.
El Orgullo cuesta caro, y en algunos lugares puede incluso llegar a costarlo todo
El Orgullo permitió que ese histórico día de verano estas personas dijeran basta ya de discriminación, de ser tratadas como ciudadanos de segunda, o directamente como si no fueran personas. El Orgullo les dio el valor de rebelarse ante una ley injusta y una sociedad opresora. Pero aquel sentimiento no fue flor de un día: el mismo Orgullo que aquella noche se convirtió en rabia fue el que a la mañana siguiente se transformó en fuerza para salir a la calle de nuevo y volver a reivindicarse iguales en su diferencia. Fue esa misma llama la que revolucionó el activismo que se había hecho hasta el momento, evolucionando desde el discurso de la asimilación hasta la autoafirmación.
Pero el Orgullo cuesta caro, y en algunos lugares puede incluso llegar a costarlo todo. Muchos de esos sitios son de sobra conocidos, y otros son inesperados, como es el caso de una discoteca gay en Orlando. El Orgullo cuesta caro porque vale mucho y nos lo intentan arrebatar armas, leyes injustas, persecución social, y un largo etcétera; con todos los mecanismos imaginados por el ser humano para reprimir a sus iguales.
Su odio nos genera miedo, pero nuestro Orgullo lo puede vencer
Nos quieren arrebatar el Orgullo y sustituirlo por algo que cuesta más pero vale mucho menos: el miedo. Miedo a ser, miedo a vivir. Eso busca el odio: matarnos o no dejarnos vivir; que volvamos a ser ciudadanos de segunda, o a no ser ciudadanos en absoluto, como ya lo son muchas lesbianas, gays, transexuales y bisexuales en más de 70 países de todo el mundo.
Por eso, quienes hemos tenido la suerte de vivir en un país en el que otras personas, muchas de ellas anónimas y olvidadas, nos han abierto ya el camino -tanto incluso que hay quien piensa que ya no queda camino por recorrer-, debemos contribuir al movimiento con nuestra visibilidad y nuestra reivindicación. Porque sabemos que nuestro Orgullo puede más que el odio, que nuestra visibilidad condena a la oscuridad a quienes nos atacan y que mientras nuestras ciudades y pueblos sean nuestros nunca podrán ser suyos.
Es fácil volver a caer en el miedo, más cuando ese miedo no es algo tan lejano como podamos imaginar. Pero más miedo provoca permitir que los derechos conquistados den un paso atrás por nuestra seguridad. Su odio nos genera miedo, pero nuestro Orgullo lo puede vencer. No tener miedo a ser como eres, a mostrarte como eres, a ser visible, nos permite tener el control, no sólo de nuestras vidas, sino del futuro de todos y todas. No tener miedo es una forma de activismo.
*** Yago Blando es coordinador de Arcópoli.