Concluía la jornada electoral y se confirmaba, sobre todo por la cara de Iglesias, que las encuestas ya no sirven para nada más que para crear enormes expectativas infundadas. Se confirmaba, también, que se dio por muerto al bipartidismo antes de que realmente falleciera, y que el país es más moderado de lo que algunos sospechaban. Porque, al final, en tiempos del brexit, la mejor versión de Rajoy también sugiere moderación o, al menos, estabilidad.
Resultó que la estrategia moderna e innovadora de Podemos, con sus alarmantemente buenos gurús de la comunicación y la imagen, incluso con su alianza estratégica con IU ya invertida, se estrelló contra el muro infranqueable construido por la densa e impertérrita actitud rajoyista, tan condenadamente tradicional, tan sorpresivamente eficaz. Tantas críticas que recibió durante estos meses las ha devuelto el presidente en funciones con escaños y con apoyos tan masivos como sorprendentes. Igual no estaba tan equivocado. Aunque puede que eso solo lo intuyera él.
Claro que las expectativas se han revelado como un condicionante decisivo para determinar quién puede saborear la victoria o reconocer la derrota: Sánchez parecía haber ganado las elecciones en vez de haber cosechado el peor resultado histórico del PSOE. Así de feliz le hizo haber evitado el sorpasso. Iglesias, que no perdió escaños, al revés que Sánchez, parecía sobrecogido por unos resultados inesperados, seguramente para él inexplicables, que derribaron su capacidad de oratoria y que, quizá, le hagan reflexionar sobre su ego y sus ambiciones. Rivera, el que más ha sufrido de los tres en términos objetivos, aún luchaba bien entrada la noche electoral, y el día después, por ser decisivo. Sin embargo, el PP no lo necesita, y al PSOE no le hace falta. Salir de la irrelevancia a la que le han condenado su amplitud y su flexibilidad en la anterior legislatura, tan efímera, al líder de Ciudadanos le va a suponer mucho más trabajo del esperado.
Ganar las elecciones hace ya algún tiempo que no garantiza gobernar. Ganarlas como lo ha hecho Rajoy, por goleada, debería conducir a presidir el Gobierno. Es cierto que el presidente va a necesitar la ayuda que hace poco no obtuvo de Sánchez, la misma que él negó después a los artífices del Pacto del Abrazo. Como eso es improbable, quizá sea suficiente una carambola que incluya seducir a Rivera y a canarios y vascos, y contar con la connivencia del escaño fluctuante aparecido súbitamente en el archipiélago.
Lo que parece evidente es que carecería de sentido que los perdedores pudieran formar un Gobierno que aúpe a Sánchez, por mucho que la aritmética pudiera contemplarlo. No sabemos si Iglesias lo apoyaría: aún debe de estar preguntándose no solo qué falló tanto en su medida estrategia; también, si hizo lo correcto impidiendo el Gobierno del PSOE hace pocas semanas. Ahora, probablemente tenga que soportar, tanto él como toda la izquierda, a un Gobierno dirigido por aquél al que con tanto ímpetu quería desalojar de la Moncloa.
También parece irrefutable que los ciudadanos no aceptarían volver a las urnas en diciembre por falta de acuerdos. Esta vez, probablemente no hará falta. Después de la goleada de Rajoy, sería inconcebible que así fuera.