Millones de españoles hemos conocido antes el Día del Orgullo por las carrozas de travestís que como una reivindicación de derechos vinculada a las protestas de Greenwich Village en 1969, cuando centenares de homosexuales incendiaron las calles tras una redada de tantas. En España ya no había grises que corrieran a palos a los maricas de Gran Vía o Las Ramblas, pero en la ternura voraz de las familias se incubaba el repudio de los homosexuales junto a un sentido de la hombría incardinado al arrojo y la violencia como formas de generosidad: defender o proteger a alguien a golpes.
En casa te preguntaban si tenías novia cuando aún te meabas encima; los chistes de amanerados hiperbólicos procuraban el aplauso y el vinazo; en el patio nos reíamos de los niños que jugaban al elástico; y, en el aula, el mejor profesor del instituto se preguntaba cómo era posible “depositar la semilla de la vida en un estercolero”. ¡El pecado nefando en clase de literatura!
Cuando la verdad asomaba, en el mejor de los casos, la ternura de las madres concedía a la homosexualidad la piedad que merecen los enfermos, y los padres, simplemente, callaban. En el peor, el muchacho o la chica homosexual se veían abocados al exilio, exterior o interior. No hablo de una familia en particular, tan sólo recuerdo de dónde procedemos para sacar del armario una vulgaridad recurrente.
Maricón, marica, sarasa, chucha, invertido, nenaza, violeta, monflorita, flojo... Mucho antes de aprender a tientas nuestra propia sexualidad, cuando de adolescentes nos medíamos la picha y nos masturbábamos en grupo, ya manejábamos un sinnúmero de epítetos despectivos para referirnos a vecinos, compañeros o primos a los que sin duda queríamos.
Luego fueron las primeras campañas de “sensibilización”, cuando todos los homosexuales podían o debían ser Alejandro Magno, Leonardo da Vinci, García Lorca, Oscar Wilde o Gil de Biedma. El cansancio de las comparaciones conducía a preguntarse si el talento y la excelencia eran condiciones en la aceptación de la homosexualidad, hasta que otros homosexuales geniales, como Thomas Mann o John Cheever, te enfrentaban a la verdad terrible de quienes sufren en silencio un infierno absurdo. Entonces uno pensaba indefectiblemente en el amigo que no quiere o no puede salir del armario.
La sexualidad es un ámbito lo suficientemente íntimo como para que nadie se sienta empujado a hablar de ello, del mismo modo que la educación es un mandato lo suficientemente invasivo como para que nadie se sienta obligado a exponer o tan siquiera entender su privacidad.
Lo que no tiene vuelta de hoja es que el escarnio aprendido contra los homosexuales rezuma aún en los bares y en las oficinas, a veces envuelto en un amago de simpatía jodidamente recurrente. Cuando callamos si alguien busca una obtusa complicidad mediante bromas sobre el aceite que pierde fulano, la conveniencia de arrimarse a la pared ante mengano, o el peligro de las pastillas de jabón en las duchas de un gimnasio, no sólo acrecentamos la vulgaridad del mundo. También contribuimos a una maldad de la que conscientemente abjuramos. Hace falta pundonor y orgullo para sacar la homofobia del armario.