Rajoy puede conseguir en el ámbito de la política lo que Oblómov logró en el de la literatura. El presidente lleva camino de pasar a la historia como la personificación perfecta del escapismo, la indefinición y la interinidad en el Gobierno, del mismo modo que el protagonista de la obra maestra de Ivan Goncharov se convirtió en la representación por excelencia de la superficialidad y la pereza para la cultura eslava. Los paralelismos entre ambos son tantos que bien podríamos considerar a Rajoy un trasunto de Oblómov.
El escritor ruso describió a su personaje como un noble ocioso y despreocupado, que pasa todo el día tumbado en un diván para que los problemas externos no alteren su particular nirvana, de igual manera que los viñetistas de los periódicos vienen caricaturizando a la segunda autoridad del Estado fumando puros entre enormes nubes.
El refinamiento pasivo del personaje de Goncharov llegó a ser tan popular que se acuñó la palabra oblomovismo para hacer referencia a los caracteres exquisitamente indecisos. También es cada vez más plausible que el término rajoyismo no sólo sirva para aludir a los cuates del presidente, sino para describir un determinado comportamiento político e institucional caracterizado por la más inconmovible indolencia.
El magisterio de la novela de Goncharov radica en la efectividad con la que el autor convierte la pasividad en acción, del mismo modo que Rajoy ha convertido en su principal activo su capacidad para que todo el mundo perciba como imprevisible su predecible naturaleza.
Ahora Rajoy ha aceptado el encargo de Felipe VI de formar gobierno reservándose la posibilidad de no presentarse a la investidura. Con esta indeterminación, el presidente en funciones perfecciona definitivamente el personaje inactivo que viene representando desde que dejó su plaza de registrador de la propiedad en Santa Pola.
A Rajoy no le importa irritar a la Casa del Rey, ni encorajinar a los cronistas, ni que le llamen estafermo, ni generar un conflicto de orden constitucional en pleno desafío independentista porque ha encontrado en la eventualidad del cargo una forma depurada de la misma apatía que le permitió convertirse en presidente después de dos derrotas.
Rajoy aprendió a ganar perdiendo y en esta paradoja, en esta capacidad suya de sacar ventaja en la adversidad, radica quizá el secreto de su decisión de cara a la investidura. Nadie puede imaginar que Rajoy opte por el suicidio político y moral de no someterse a la votación del Pleno del Congreso, pero nadie puede descartarlo por completo.
Lo verdaderamente extraño es por qué ahora Rajoy tiene miedo a perder pese a que el último hito de su trayectoria, su insuficiente aunque mejorada victoria electoral en los comicios de junio, ratificó su capacidad probada de avanzar desde la quietud. Sobre todo cuando nadie en su partido sería capaz de cuestionarlo como el candidato que merece este país en el que miríadas de muchachos toman las calles para cazar Pokémon.
Parece que Rajoy, que le ha tomado gusto a presidir en funciones, quiere evitar a toda costa que el Parlamento le diga al PP que ha llegado el momento inaplazable de su regeneración. Oblómov se despereza en Moncloa.