He vuelto a entrar en la casa en la que fui feliz. Y muy infeliz, maldita sea. Las dos cosas caben en la misma historia. Françoise Sagan diría: "A ese sentimiento desconocido cuyo dolor y dulzura me obsesionan, dudo en darle nombre, el hermoso y grave nombre de tristeza".
Un día, cuando las paredes se llenaron de recuerdos como si fueran yedra, decidí salir de aquel piso madrileño. Era verano y me puse a buscar casa en la misma zona, los humanos somos de costumbres y cuando andas con supermercado, farmacia y bar de cabecera, eres incapaz de moverte del barrio. Hábitos, le llaman. No sé. Manías. Miedos. Cerré la casa y huí a otra.
Tardé mucho en alquilarla, tenía la sensación de que si alguien dormía en aquella cama, cocinaba y se tumbaba en el sofá estaba profanando un santuario de recuerdos. Pero la memoria es como la coca-cola, pierde el gas si la dejas abierta. Colgué el SE ALQUILA y di las llaves en adopción. Desde entonces ha estado en manos de otros y otras, ha cambiado el nombre en el buzón y ha corrido el agua de la ducha sobre otras cabezas. Como en el bolero, alguna vez pasaba por la puerta y tuve ganas de llamar con la inocente excusa de que estuvieras allí como cuando éramos un nosotros. Y el nosotros, ya lo sabes, es mi persona favorita del plural.
Así pasó la vida, como los veranos, y fui viendo otras siluetas tras las cortinas blancas vagabundeando desde la calle. Me sonreía como si fuéramos aquellos que corrían por el salón o se subían a las vigas de madera. Aquellos que ponían la música muy alta o hacían la siesta apretados.
Ayer mismo se fue mi inquilino. He recuperado las llaves y he vuelto a entrar creyendo que me haría daño volver. Me sorprende la nitidez de mis recuerdos. Me habían acompañado siempre. Cerré la puerta, apoyé la espalda y, de repente, aquellas paredes cobraron vida: estaba la planta, tus frutas favoritas, los dvds en el sofá, el cojín al que te abrazabas, nuestra foto, la lámpara verde que iluminaba poco y los libros ordenados por ti.
Aquellos pocos recuerdos, tímidos como los críos en la pizarra, me alteraron lo bastante como para obligarme a abrir los balcones. “Es por ti”, pensé, “todo aquello que fuimos se quedó aquí”. Me apoyé en la barandilla de forja negra y me dije que nada de aquello se quedó en la casa, anda conmigo y lo voy a llevar siempre encima. Las mochilas emocionales, ¿no?
La casa es solo una casa, unas paredes vacías con la marca de los cuadros, una habitación donde entraba el sol y una cocina donde no quedan tazas ni cucharillas de café.
Es muy difícil disculparse con el pasado, muy complicado visitarlo y muy fácil dejarse llevar por la nostalgia. Qué pesada es a veces, joder. Cogí el metro, medí las paredes, eché en una bolsa los cuatros trastos viejos del último inquilino, apagué las luces, miré la puerta de la habitación y cerré con llave. Se vende piso. Los recuerdos, no.