La violencia extremista ha vuelto a conmocionar a Turquía. Un niño de entre 12 y 14 años, al parecer armado con un cinturón de explosivos, se inmoló o fue detonado la madrugada del domingo convirtiendo una boda en una auténtica carnicería. El atentado, perpetrado en la ciudad fronteriza de Gaziantep, próxima a Siria, se ha saldado con más de medio centenar de muertos y cerca de 70 heridos.
El presidente turco, Recep Tayyip Erdogan, ha atribuido el ataque al Estado Islámico y lo ha equiparado a los perpetrados por el proscrito Partidos de Los Trabajadores de Kurdistán (PKK) y al fallido golpe militar del 15 de julio, atribuido al predicador exiliado Fethullah Gülen.
Es demasiado pronto para conocer sin género de dudas la autoría de un atentado especialmente execrable tanto por su número de víctimas como por el hecho de que haya sido perpetrado por un niño. Más aún cuando el Gobierno de Ankara ha decretado un apagón informativo.
Este es el cuarto atentado en los últimos 20 días y se ha producido en una ciudad en la que conviven kurdos, refugiados sirios, árabes y turcos e iba dirigido contra una familia próxima a un partido de la izquierda kurda que quiere reanudar las negociaciones de paz con Ankara. El riesgo de que una zona tan sensible se convierta en un polvorín incontrolable es alto. Sobre todo si Erdogan cae en la tentación de utilizar el ataque para justificar la represión.