El acuerdo de paz entre las FARC y el Gobierno de Colombia supone una importante oportunidad para acabar con la guerrilla más antigua de América Latina, pero entraña también un riesgo. El Gobierno de Juan Manuel Santos, la oposición de izquierdas y la Iglesia Católica han celebrado el resultado del pacto fraguado en Cuba, mientras que el expresidente Álvaro Uribe y su partido han mostrado en público sus reservas y esperan una reelaboración del tratado.
La negociación ha tocado aspectos muy delicados. No podemos olvidar que las FARC acumulan a sus espaldas más de 250.000 víctimas mortales, además de haber provocado siete millones de desplazados en todo el continente sudamericano. Además, todos los los intentos de negociación con la guerrilla terrorista mantenidos hasta la fecha han resultado infructuosos.
Es importante destacar que el acuerdo entre las FARC y el Gobierno está repleto de ambigüedades. Entre ellas, la inmediata incorporación de la guerrilla a la política colombiana. La forma en que se llevará a cabo no se ha concretado, aunque todo indica que se realizará mediante la conformación de un partido político. Está por ver si un grupo terrorista será capaz de asimilar las reglas del juego democrático y los resultados de las urnas.
El acuerdo también alude de "privación de libertad" para los culpables, lo que ha sido interpretado un eximente de la cárcel para todos los procesados. Una medida no ha sentado nada bien en ciertos sectores de la sociedad colombiana, temerosa de la previsible libertad que gozarán los otrora forajidos.
El cese de la violencia en Colombia es un hito digno de celebrarse tras 60 años de infructuosa lucha contra la guerrilla. Pero resulta imprescindible llegar a un consenso en cuanto a la reparación de los daños infligidos, el castigo de los crímenes y la futura reinserción de quienes los cometieron. Si bien lograr la paz es una obligación moral y política, la impunidad con los terroristas no ha de convertirse en moneda de cambio para detener ningún conflicto armado.