¿Qué hago metido en un vagón de tren camino de Zaragoza con la autora de este reportaje sentada en el asiento contiguo? Suya es la culpa. Ella activó el detonante. Asistió a un pase privado de la película El hombre de las mil caras y... "Dará que hablar", me dijo. "Tú eres el hombre que más sabe de Roldán. Quiero escribir algo. Llámalo. Pónmelo en suerte. No se negará. Es tu amigo".
Cierto. Por tal lo tengo desde que en la primavera de 2012 me puse en contacto con él para iniciar la andadura literaria del libro −La canción de Roldán (Planeta)− que durante un par de años acaparó mi atención. Pasé con él muchas horas, muchos días, muchas semanas, en Zaragoza, en Castilfrío, en Madrid, en París, en Moscú... Ése es el origen de nuestra amistad.
Cierto es también que sé mucho de él. ¿Más que nadie? Sí, más que nadie, pues soy la única persona que ha leído y releído −ni siquiera lo ha hecho él− los miles y miles de páginas escritas a mano en un módulo de la cárcel de Brieva por el protagonista del mayor episodio de aislamiento penitenciario de la historia de España. A tan dudoso honor lo condujo la decisión monclovita de convertirlo en chivo expiatorio de todos los pecados cometidos por el régimen felipista. Algunos de ellos, muy vistosos, fueron suyos. Pero no todos.
En ese diario está depositada la verdad interior del fugitivo con el que Anna y yo íbamos a conversar en su minúsculo domicilio de la ciudad en la que hace setenta y tres años nació. La otra verdad, la exterior, la de las trapisondas, trapicheos, escamoteos y corrupciones de toda índole organizadas a mayor gloria de su cuenta de resultados por quien fuese uno de los hombres más poderosos de España, ha sido revelada (y a veces falseada) por otros y sólo es, en definitiva, como Borges dijera del tango, "una canción de gesta perdida en sórdidas noticias policiales".
Roldán: "No veré la película"
Acepté el reto de Anna. Pedí al productor de la película que me invitara a otro pase de la misma. Lo hizo. La vi. No es mi función hablar de ella. Háganlo otros. Sí puedo y debo decir que no aporta nada nuevo sobre la peripecia de Roldán y menos aún sobre la del Hombre de las Mil Caras, al que yo preferiría definir como el Hombre con Mucha Cara. Todo un personaje, cierto, pero en la película nada más que eso. Nadie vea reproche en mis palabras. Es un thriller, y a las reglas de ese género se atiene. Lo avisa desde el arranque. No engaña. Inventa. Es un relato de no ficción en el que intervienen personas reales.
Salí de la sala de proyección y telefoneé a Roldán. "No veré la película", me dijo, "pero hablaré contigo y con Anna. Sólo con vosotros. No lo haré con nadie más".
−¿El domingo?
−El domingo.
Y allá que nos fuimos. Por eso estábamos Anna y yo −pimpante ella, expectante yo− en el tren. Bonnie and Clyde en busca de una exclusiva.
Roldán ha mantenido su palabra. Huye de los periodistas. Sólo ha hablado con nosotros. Todo lo demás son gaitas, por no decir amarillismo. Charló con Évole hace unos meses, pero ahí quedó la cosa. No quiere, de momento, ir a Salvados. No quiere ir a ninguna parte. No quiere más remolinos de una historia que terminó hace mucho ni más coletazos de una cuenta que está saldada. Esquivó el otro día, por la calle, un canutazo de La Sexta. No soltó prenda. Todo lo que recientemente ha aparecido en la prensa puesto en su boca es mentira.
¿Saga fuga? Recurro a esa expresión acuñada por Torrente Ballester en el título de la más célebre de sus novelas. En ésta, que saga es, aunque lo sea, como la película, de no ficción, los dos protagonistas −Roldán y Paesa− huyen de todo y de todos, pero también lo hacen los antagonistas: Julián Sancristóbal, Rafael Vera, Antonio Asunción, Eligio Fernández, Felipe González... Y, en especial, los dos hombres que mecieron la cuna de la pesadilla vivida por Roldán: Narcís Serra y Juan Antonio Belloch. Los dos querían suceder a Dios. Así llamó Txiqui Benegas en cierta ocasión al político que esgrimió la coartada de la ética en un discurso memorable para convertirse en jefe de muchos gobiernos sucesivos y convertir la política en un lodazal.
Narcis Serra, el cochero de Drácula
Narcís Serra −no lo digo yo. Lo cree Roldán y así nos lo reiteró en la conversación mantenida con él− necesitaba que el Algarrobo (mote que le puso ETA) o Pelopincho (así lo llamaba Paesa) desapareciese de por vida, o de por muerte, para que sus enjuagues y los del Informe Crillon no se interpusieran en su camino hacia la Moncloa. Belloch, que también tuvo mote, el cochero de Drácula, anhelaba, en cambio, la captura de Roldán para que tirase de la manta y quedara así expedita su candidatura. Por eso y para eso entregó trescientos millones de pesetas al Hombre con Mucha Cara, que los utilizó para montar la farsa de los papeles de Laos, enviar a Singapur los mil quinientos birlados por Roldán, embolsárselos con la ayuda de su listísima sobrina y dejar en la estacada a quien tanto había confiado en el.
Ése es el telón de fondo contra el que se recorta todo lo que sabemos y todo lo que no sabemos, que es mucho, pues ni Roldán ni ninguno de los demás implicados en la trama del felipismo se atrevieron a correr el albur de contar lo que sabían.
Permítanme que mencione, porque es de justicia, algunos hechos probados. Roldán no saqueó los fondos del Colegio de Huérfanos de la Guardia Civil. Eso está probado y reconocido en sede judicial. Las actas procesales obran en mi poder y están al alcance de quien quiera molestarse en consultarlas
Otro... No voy a decir que la vida cotidiana de Roldán frisa en la miseria, pero sí certifico que raya en la pobreza. Sobrevive con una triste pensión y con el empujoncito de otra, no menos triste, que percibe en Rusia su actual mujer. Toda una señora, dicho sea de paso, a la que el cautivo debe buena parte de su rescate moral. La fortuna amasada por Roldán en sus años de esplendor y procedente de los fondos reservados y de las comisiones cobradas de tapadillo se esfumó entre los dedos de Paesa. Quien pisó moquetas de pan de oro ya sólo va al cine los miércoles. Imaginen la razón.
Y por último... Doy fe de que a Roldán, donde hoy vive, no sé en el resto del país, lo aprecian. Cuando el otro día Anna Grau y yo llegamos a su casa en Zaragoza había un mendigo en la esquina de la calle. Siempre está allí, supimos luego. Nos vio, me reconoció, reconoció a Anna, adivinó el lugar al que nos dirigíamos y dijo:
−¿Van a ustedes a casa de Roldán? Salúdenle de mi parte. Todos los días pasa por aquí. Es una buena persona. No me da limosna, ni yo la aceptaría, porque sé que no tiene con qué...
Al irnos, tras cinco horas de conversación, nos recogió un taxi y su conductor −al que el propio Roldán había llamado− se expresó en términos muy parecidos. La voz del pueblo es a menudo más compasiva y comprensiva que la de la prensa.
De cuánto al hilo de esas cinco horas, coronadas por un almuerzo a la rusa que preparó Natasha mientras la gata Tracy, aún más gruesa que su dueño, se relamía, habrá dado cuenta y razón Anna en su crónica, que apremiado por las prisas no he leído. Lo haré en cuanto dé la mía por terminada y pulse el click del ordenador. Pero hubo en nuestra charla dos o tres cosas nuevas, al menos para mí, que no sé si Anna habrá mencionado. Yo voy a hacerlo.
La primera se refiere a Paesa, que tiene fama de pasar por la vida pisando fuerte, muy fuerte, y de no desfallecer jamás. Tal es la impresión que transmite no sólo la película, sino también la entrevista con él publicada hace muy pocos días por Vanity Fair. ¿Es o era tan fiero como lo pintan? Se lo pregunto a Roldán. Sonríe y...
−Parecía un hombre muy seguro de sus fuerzas, pero en cierta ocasión, estando los dos en el primer zulo de París donde me confinó, me dijo que su chica, con la que andaba entonces o lo había hecho hasta poco antes, una tal Esther Alonso, se la había pegado. Lo supo por el testimonio de un policía, conocido suyo, que pinchó su teléfono y la pilló de charleta con su ligue. Es la única vez que Paesa se me abrió. Dijo que estaba jodido, que todo en su vida iba mal, que sus finanzas eran un desastre, que lo perseguían y que encima, añadió, ahora va ésta y me engaña...
"Estoy harto de mí"
Le pregunto por qué no quiere ver la película de Paesa y le explico que yo, en su caso, sí la vería. Discutimos. Ni él entiendo mis razones ni yo entiendo las suyas.
−¿Estás harto de ti?
−Estoy harto de mí −dice− de un pasado que bloquea mi presente y jode mi futuro. Si veo la película, sé que me encabronaré. Algo he leído sobre ella. Hay muchas cosas que no son ciertas. Y me dolerán, sobre todo, las que afecten a Clara, mi mujer de entonces, la madre de dos de mis hijos, que siempre me fue leal y que pagó por cosas que no había hecho.
Anna interviene: −En ti, Roldán, predomina la necesidad de protegerte. A Dragó le vence la curiosidad y, quizá, la vanidad.
Bueno, me digo... Llega Natasha con una bandeja de espléndida ensaladilla rusa, muy distinta a la que se sirve por estos pagos. Cambio de tercio. Pero me queda una pregunta. Es Roldán quien me la sirve: −Paesa me acompañó hasta el aeródromo de París, no llegaba a aeropuerto, en el que iba a coger el avión privado que me llevaría a Bangkok. Nunca he vuelto a verle.
La pregunta... −Imagina que ahora, de repente suena el telefonillo y es él. ¿Qué harías?
Titubea. Responde. −Le invitaría a subir y le diría cuatro cosas.
Anna apaga la grabadora. Hay registro de cuanto aquí se cuenta.
Luis, entonces, exclama: −Esto no lo pongas, porque no me gustan las palabrotas, pero le diría que es un hijo de puta y un cabrón. −Voy a ponerlo, Luis. −Hazlo.
Dicho y hecho.
Pd.
En la película de Alberto Rodríguez, que ya estaba en marcha cuando apareció mi novela sobre Roldán, se alude a un pasaje de ese libro. En él cuenta su protagonista como en cierta ocasión, siendo aún muy joven, pero ya con la democracia en sus albores, expresó a su padre la esperanza de que algún día pasara aquí lo mismo que pasaba en Francia, en Inglaterra, en Suecia, en tantos países europeos... Se refería Luis, como era obvio, a la democracia, la tolerancia, la decencia, la honradez, la libertad y todo ese muestrario de valores inusuales, cuando no inexistentes, en España. Su padre le dijo que no soñase, que eso era imposible, que nunca sucedería. "¿Por qué, papa?", adujo Luis. "Porque esto es España, hijo, un país habitado por españoles", explicó su padre. Ahora, casi un cuarto de siglo después de que estallara el affaire Roldán, los hechos siguen dándole la razón. "Desengáñate, Fernando", me dice Luis al recordarle el pasaje. "No tenemos arreglo". Y yo le digo: "Plácido, que quizá sea la mejor película del gran Berlanga, terminaba, en off, con un villancico. No sé si te acuerdas. Decía: Porque en esta tierra / ya no hay caridad. / Que nunca la ha habido / ni nunca la habrá. Valía eso para entonces. Vale también para hoy, ¿no?". Luis asiente. Anna nos mira y calla.
*** Fernando Sánchez-Dragó es escritor y autor de La canción de Roldán (Planeta).