Hace un año me crucé con Pedro Sánchez.
Fue en la misma calle Ferraz, a un par de manzanas de la sede del PSOE. Él caminaba con gesto bienhumorado y con las manos en los bolsillos, escuchando lo que le decía su acompañante. Yo, por mi parte, me acababa de incorporar a la universidad en la que él había dado clase durante algunos años. Y entre el sol de media tarde y la asociación de ideas de pronto me pareció verlo repartiendo hojas de asistencia, encaramándose a una silla para encender el proyector del aula, pidiendo a los de las últimas filas que guardaran silencio. Una imagen que me resultó mucho más coherente con el tipo que acababa de pasar de largo que la de un tiburón de la política listo para dirigir los destinos de cuarenta y pico millones de personas.
Quizá sea el recuerdo de aquella tarde lo que me ha impedido, a lo largo de la tragicomedia de los últimos días, ver en Sánchez ni al héroe romántico que pintan algunos ni al villano avieso que ven otros. Más bien me parece una víctima de su partido. No en el sentido que dan a esta palabra los del #YoEstoyConPedro; sino más bien una víctima de las contradicciones del PSOE, de los objetivos mutuamente excluyentes que persigue esa organización, de las ambigüedades y los vicios internos que se han ido sembrando durante décadas.
Porque no es culpa de Sánchez que el PSOE quiera ser a la vez un partido de gobierno y un partido de pancarta. No es culpa suya que le pidan oponerse a Podemos -con todo lo que eso conlleva- a la vez que le piden que se parezca a Podemos -con todo lo que eso, también, conlleva-. No es culpa suya que el partido encuentre su mayor activo hoy en reivindicar los años heroicos del franquismo, cuando sus élites actuales vienen de los años en que el partido molaba y las ministras aparecían en Vogue y Carlinhos Brown petaba la Castellana.
No es culpa de Pedro Sánchez que algunos barones de su partido interiorizasen hace tiempo la connotación feudal del término, ni que los militantes hayan interiorizado recientemente la lógica de que los partidos pertenecen a sus bases (Jeremy Corbyn ha ganado dos primarias seguidas del partido laborista británico apelando a esto). Como no es culpa suya que las élites del partido lleven décadas cultivando entre sus votantes un odio feroz al PP, hasta el punto de convertir la posibilidad de una abstención a Rajoy en poco menos que una propuesta herética.
Tampoco es culpa de Sánchez que el PSOE no haya adoptado nunca una postura clara frente al nacionalismo, que lleve treinta años siendo simultáneamente españolista, federalista y criptonacionalista. No es culpa suya que algunas federaciones le obliguen a dar por buenas todas las premisas de los nacionalismos periféricos, a la vez que otras le obligan a negar la única conclusión a la que estas premisas conducen. Él no es responsable de que Vara e Iceta lleven años compartiendo siglas.
No es culpa de Sánchez, en fin, que quienes desean desbancarlo por su escaso gancho electoral pretendan sustituirlo por alguien cuyo tirón en los lugares y entre los grupos que el partido debe recuperar (Madrid, Cataluña, País Vasco; votantes jóvenes, electorado urbano) resulta muy cuestionable. Es decir, no es culpa de Sánchez que el plan de los “críticos” sea tan incoherente que invite a la resistencia.
Pedro Sánchez no es un ideólogo. Su proyecto siempre iba a consistir en dar cauce a las distintas voces del partido y de su electorado, tanto el que ha sido fiel como el que lleva un par de elecciones sin fichar. Que ese proyecto esté llegando a tan pirotécnico fin demuestra que lo de dirigir el PSOE en estos tiempos se habría llevado por delante a cualquier transeúnte bienhumorado de la calle Ferraz.