Nada, que entre muchos jóvenes se ha impuesto, de manera alucinante, el relato de que no tenemos democracia, de que el rey Juan Carlos fue un Franco bis y de que la Constitución ha sido la prolongación del franquismo por otros medios (¡o por los mismos medios!). A partir de aquí, como diría Gil de Biedma, ya todo se comprende: ETA ha sido la única que ha combatido de verdad al franquismo durante la Transición, y se puede llamar a Felipe González y Juan Luis Cebrián fascistas y terroristas esgrimiendo, contra ellos, banderas proetarras. La alucinación es de tal calibre que no solo muchos jóvenes están en ese relato: también bastantes talluditos. Llevan un montonazo de años viviendo en democracia y no se han enterado. La ideología es el peyote del pueblo.
El autoblindaje –la cerrazón esencial– de semejante relato asusta. El matonismo contra González y Cebrián en la universidad Autónoma, hijo del que ejercieron hace unos años Iglesias y Errejón contra Rosa Díez en la Complutense, no es más que una respuesta en concordancia con él. Si se toma tal relato como premisa, lo coherente es llegar a conclusiones de ese estilo. Estamos, pues, en el terreno de una coherencia abyecta por la abyección de la premisa. La lógica ideológica produce monstruos.
La regresión es, sí, alucinante, alucinatoria. Lo ocurrido en Barcelona con la estatua de Franco es un síntoma que hiere por su transparencia. La alcaldesa Colau saca la estatua ecuestre de un Franco decapitado –un cascajo de estatua– en el contexto de una exposición antifranquista, y los militantes (¡hoy!) del antifranquismo van y se lo toman como un acto franquista. ¿Por qué? Porque han eludido el estadio intermedio –distanciador y civilizatorio– de la representación. Esta se ha volatilizado en la mente simplista del creyente ideológico, y la estatua no solo pasa a encarnar a Franco y el franquismo, sino incluso a ser Franco y el franquismo. Así, se la pintarrajea y se la tumba: igual que los primeros espectadores del cine huían de la locomotora de la pantalla o los niños le gritan y le tiran cosas al guiñol malo. Es la locura de don Quijote contra el retablo de maese Pedro (aunque sin la nobleza de don Quijote).
Se ha impuesto un relato abyecto que ahoga toda crítica plausible a lo real, porque la entierra en una empanada ideológica de la que lo real ha desaparecido. En eso estamos, o están los que están: en la ideología infantil; en un antifranquismo tonto, de cachiporra.