Inés Arrimadas arrolló a Marta Rovira en Salvados. Y esta no es una conclusión viciada por las simpatías del abajofirmante -como cualquiera podría imaginar- sino el balance objetivable de un careo en el que el contador de palabras, el número de intervenciones, declinaba la balanza a favor de la candidata de Cs sobre la acogotada cabeza de la aspirante de ERC. Reconozcamos que Rovira partía con desventaja porque no se desenvuelve con fluidez en castellano y porque probablemente anda tentándose el sentido del ridículo desde que soltó lo del genocidio catalán que pudo llegar a suceder.
Las dos mujeres llamadas a presidir Cataluña se midieron ante el arbitraje cizañero de Jordi Évole, que en tres momentos del programa acusó el marasmo cognitivo del adoctrinamiento que él también ha padecido.
Uno, cuando para negar la mayor comparó una jura de bandera (?) en el patio de un colegio de Melilla con la estomagante presencia de esteladas en la infancia y adolescencia catalanas. Dos, cuando obvió las sentencias incumplidas del TSJC y del Constitucional porque en Cataluña los niños no pueden elegir el castellano como lengua vehicular en la enseñanza pública. Y tres, cuando para equiparar el fanatismo nacionalista a uno y otro lado del Ebro sacó una foto de los muchachos de Cs celebrando un gol de La Roja con los cinco sentidos puestos en no perder la sonrisa para salir bien en la foto.
En el empeño de la equidistancia -recurso en cualquier caso obligado tratándose del moderador-, Évole le ponía balones a puerta a Arrimadas, que tuvo la habilidad de llamar mil veces golpista a Rovira ‘sin querer queriendo’ cuando diferenció entre los ataques ad hominem y las críticas a un determinado comportamiento -“No es lo que es, sino lo que hacen”- y que para ganar el careo le reprochó el hostigamiento a que la somete el Ayuntamiento de Llavaneres -ha sido declarada “persona non grata”- sin que la otra pudiera hacer otra cosa que amagar casi una disculpa.
Se sintió tan suelta la de Cs ante la ostensible timidez de su contrincante que llegó a reprocharle un axioma propio de un nacionalista: “Tú no conoces la realidad de Cataluña”, le dijo. Y la republicana debió de sentirse cohibida o anduvo ágil y no cometió el error de recordarle que ella no nació en Cádiz.
Arrimadas se vio en apuros cuando Évole le preguntó si estaba a favor de que se le diera una medalla al policía que hizo la patada voladora en una escalera llena de gente el 1-O [todos lo vimos]; pero resolvió mal que bien recordando el acoso que padecieron los agentes en las calles los días posteriores al referéndum ilegal.
El peor trago para Rovira se produjo cuando el periodista le preguntó una y otra vez de dónde había sacado eso de que el Estado estaba dispuesto a responder con “violencia extrema” si todo el mundo la había desmentido.
Rovira zanjó el asunto invocando a Carles Puigdemont, por lo que queda la duda de si fue el prófugo braveheart quien le inoculó el delirio o si para el independentismo la realidad es siempre una subordinada prescindible de los propios deseos, o al servicio de su entrenada paranoia.
Fue un debate más morboso que interesante porque, al ser ambas orillas irreconciliables, el deleite radicaba más en el intercambio de golpes que en el contraste de ideas y argumentos. Vamos, que las dos almas irreconciliables de España que retrató Goya, se volvieron a medir el lomo en Barcelona.