Cada vez me sorprendo menos cuando veo pruebas irrefutables de la capacidad de determinadas personas e instituciones de pensar que los ciudadanos somos gilipollas. O imbéciles. O simplemente unos patanes y palurdos que nos acabamos comiendo todo aquello que nos echan al plato por muy incomestible que sea.
Últimamente, esta creencia arranca de la mismísima Jefatura del Estado que tras el grotesco sketch bajo palio por todos conocido no ha dudado en montar una segunda parte del mismo para tratar de paliar los daños colaterales del televisado rifirrafe real. Pero guiada por su torpeza solo ha podido conseguir que lo que era simplemente ridículo se haya convertido en esperpéntico, que es algo así como la suma de muchos ridículos juntos.
El primer acto de esta especie de vodevil con algunos toques tragicómicos nos muestra a una reina furiosa y prepotente, a otra reina amargada y aparentemente mancillada, a una princesa con mala leche y a dos reyes boquiabiertos ante el espectáculo que tenían delante de sus atónitos ojos. También asistimos a reproches sottovoce, llamadas a la tranquilidad, miradas de estupor, sonrisas más falsas que billetes de 150 euros y la sensación de ser testigos negativos de un sinfín de odios ocultos, reproches enquistados y desprecios acumulados en años de desencuentros hipócritamente disfrazados. Y todo por una maldita foto de una abuela con sus dos nietas.
El segundo acto de esta ópera bufa arranca precisamente con fotos legales, con algunas de las protagonistas disfrazadas con gabardinas –como si de aquellos ‘Albertos’ se tratara–; con un rey en el hospital –pero no por esto, que quede claro–; con una reina abriéndole la puerta del coche oficial a la otra –lo que para los cronistas oficiales del hígado azul es una petición implícita de perdón por el desplante eclesiástico–; con una princesa que cambia el manotazo real por la mano de la abuela damnificada y con el otro rey observando la escenografía impuesta por las mentes pensantes de Zarzuela, las mismas que tienden a creer que los españoles somos gilipollas, imbéciles, patanes, palurdos…
Y todos –menos el encamado por viejos accidentes de caza, que no tiene papel en la segunda parte de esta obra– con un sonrisa horizontal, de oreja a oreja, de museo de cera, ficticia y apergaminada, que no le pasaría inadvertida ni a un ciego; una mueca colgante, tipo Chucky el muñeco diabólico, que da más risa que miedo.
Antaño, un escudo invisible –bueno, no tan invisible– protegía sin desmayo la felicidad oficial de la Familia Real española. Eran años en los que, a tenor de lo que podíamos ver o leer en los medios de comunicación de la época, todos ellos comían perdices sin parar; años en los que el ahora emérito no tenía amantes ni en el mundo del espectáculo, ni en el de la alta sociedad mallorquina, ni tan siquiera entre la rancia nobleza europea; años en los que Él quería con locura a su esposa, no había convertido el palacio de El Pardo en un picadero, no tenía al CNI de mamporrero y no hacía negocios a espuertas amparándose en su corona.
Eran años en los que todos ellos vivían dulcemente acomodados alrededor de una mentira piadosa y dentro de una burbuja que les protegía de la curiosidad malsana de la plebe. Pero aquellos eran los tiempos de Campechano, tiempos pasados que ya no volverán. Para el actual jefe del Estado y familia la mentira, por muy piadosa que pretenda ser, nunca va a ser una opción, y no habrá burbuja que les proteja de los errores televisados.
Por todo esto no son necesarias las segundas partes con gabardinas o muñecos diabólicos para intentar hacer ver a los españoles que siguen comiendo perdices. Ya nadie come perdices en Zarzuela. Además, corren el peligro de que tras Operación Triunfo, Supervivientes, MasterChef o Got Talent, por citar algunos ejemplos, a alguna productora se le ocurra montar otro reality show que lleve por título Cómo sobrevivir en palacio y no morir en el intento.