Si mi padre fuese taxista y protagonizara esta fotografía de Efe tomada en Barcelona me daría lástima rozando el infinito. La huelga de taxistas ha sido un gran grito de impotencia colectiva. Reconocer a tu progenitor en esa fiesta contra el reloj, entre los que intentan capturar el aire con las manos, debe ser terrible.
El espíritu de las concentraciones contrastaba con el ánimo habitual entre el gremio, históricamente rabioso, al que se le ha visto sonreír por primera vez desde, más o menos, la Transición. Las diferentes capitales han acogido una fiesta crepuscular dirigida por personajes que perfectamente podrían haber sido diseñados por las VTC para terminar de derruir el prestigio de un sector acomplejado con su propio trabajo, por supuesto digno aunque los taxistas piensen lo contrario: siempre parece que te están haciendo un favor.
Rafa Mayoral los ha tratado igual que Casado a los inmigrantes, lo que significa que están perdidos. Nunca un político se acercaría a alguien con problemas pequeños o con problemas con solución. Los picotazos carroñeros habrán arrancado un par de votos –la escasa carne que cuelga del hueso podrido de las reivindicaciones– y con eso ya ha sacado más Podemos que los conductores, incapaces de llevar hasta el final sus pretensiones. Han aceptado una promesa como solución, lo que deja claro, vaya, que lo único que querían era ser protagonistas unos días. El ruido de los taxistas. Autoconvencerse de que siguen existiendo.
La situación es terrible como el tiempo que vivimos, en el que presenciamos en directo la extinción de algunas profesiones. Si mi padre fuese taxista además de lástima me daría mucha pereza. Está todo perdido. Madrid ha estado tranquilísima este par de días, con muchos carriles libres para circular con los baratos coches o motos eléctricos. Quizás los taxistas tengan razón, igual que los quiosqueros.