No suele hacer falta mucho más. El sencillo amago por parte de la derecha de imitar los usos y las costumbres de la izquierda –tan habituada a pactar no ya con el diablo, sino con sus intendentes, si eso le permite ocupar el poder– es recibido por esa misma izquierda con una gallinácea algarabía de indignación. "¡Alerta antifascista!" anunciaba el domingo por la noche y con las cejas dislocadas por el pasmo Pablo Iglesias. Es decir el líder de una formación política que ha hecho bandera del acoso al discrepante en las calles, las instituciones y las redes sociales.
Mis felicitaciones, en cualquier caso, a quien decidió presumir de antifascismo convocando protestas contra los resultados de unas elecciones democráticas, que es como recaudar fondos contra el machismo organizando una subasta de solteras en un puticlub de Bangkok. "Sevilla será la tumba del fascismo" cantaban el lunes los cuatro o cinco centenares de menores que se manifestaron en la misma ciudad que se rindió al fascismo el 18 de julio de 1936 por la tarde. Mucho deben de haber cambiado las cosas por el Guadalquivir si los más retrógrados de sus ciudadanos, es decir los adolescentes de izquierdas, quieren ser la tumba del fascismo cuando siempre fueron su spa.
Pero hablemos de adultos. Lo escribía ayer David Jiménez en este mismo diario. Si el PSOE está preocupado por el ascenso de Vox y lo suyo es algo más que aspaviento, nada le cargaría de más razones para exigir el arrinconamiento de los de Abascal que:
1) Renunciar de forma solemne, frente a las cámaras de televisión, de traje y con corbata para mayor empaque visual, a cualquier pacto con fuerzas políticas situadas en la periferia de la democracia como Podemos, JxCAT, ERC o Bildu.
2) Anunciar un gran acuerdo constitucional entre las tres fuerzas centrales de la política española, Cs, PP y PSOE, destinado a marginar de las instituciones a los partidos anteriores, previo paso por unas elecciones generales convocadas a la mayor brevedad posible. La renuncia del PSOE a gobernar en Andalucía, además de a cualquier forma de beneficio penitenciario para los golpistas catalanes, se da por supuesta.
Es un acuerdo injusto para Vox. Porque el de Santiago Abascal es un partido de estricta obediencia conservadora –Abascal juraría la Constitución con más entusiasmo y sinceridad que dos tercios de los diputados del Congreso, incluidos parte de los del PSOE– y ofende a la inteligencia compararlo con partidos que han ejecutado un golpe de Estado o que consideran "un ejercicio de democracia radical" el intento de convertir a millones de ciudadanos españoles en extranjeros en su propio país. Pero estoy hablando de lo que debería hacer el PSOE si su espanto frente a Vox fuera real, no de lo que es políticamente justo o injusto.
Pero eso no ocurrirá y además no es deseable. Porque el PSOE actual, al que ya no le quedan ni las huellas en la arena del PSOE de Felipe González, Alfonso Guerra, Javier Solana, Celestino Corbacho o Paco Vázquez, ha dejado de ser un partido constitucionalista para caer en la red de ambiciones personales de alguien al que el diario El País llegó a calificar hace dos años de "líder con un legado marcado por las derrotas electorales, las divisiones internas y los vaivenes ideológicos (…) Cobarde, sectario, mentiroso (…) Oscilante a derecha e izquierda en función de sus intereses personales (…) Insensato sin escrúpulos que no duda en destruir el partido que con tanto desacierto ha dirigido antes que reconocer su enorme fracaso". La definición es más válida hoy que entonces.
Las elecciones andaluzas han sido tanto una enmienda total a cuatro décadas de régimen socialista como una patada al presidente del Gobierno en el culo de Susana Díaz. Porque es Pedro Sánchez, no Díaz, el que ha desplazado el tablero político español hacia la extrema izquierda y el que ha apostado su partido, la Constitución e incluso a los ciudadanos españoles en un farol contra tahures del populismo como Puigdemont, Junqueras, Iglesias y Otegi. Vox, en fin, no nace como respuesta a Podemos sino al socialismo de Sánchez y de ahí que más del 50% de su programa se dedique a prometer la demolición de lo que el PSOE de Sánchez y Zapatero, no el de González y Guerra, ha construido.
Es muy probable que Sánchez sienta ahora la tentación de marcarse un 'Rajoy'. Es decir de alimentar el miedo a Vox con la esperanza de aglutinar el voto de la izquierda. Quizá debería recordar Sánchez cómo acabó Mariano Rajoy e imaginarse lo que ocurriría si tras su caída en desgracia le sucediera en el cargo un Pedro Sánchez de derechas. Ya les adelanto yo que en comparación con ese golem, y tal y como ha ocurrido con Cs y PP –antes radicales de extrema derecha, hoy centrados demócratas de toda la vida de dios– Santiago Abascal le parecerá al presidente un impecable demócrata constitucionalista.