Manuel Gutiérrez Aragón (Torrelavega, 1942) se disculpa nada más toparse con la cámara que le retrata: "Ya perdonarán, nunca llevo corbata". Esta mañana se mira al espejo y ve algo que nunca atravesó sus sueños. Ni siquiera de refilón. "Parezco un dirigente del Partido Popular". El atrezo tiene un motivo: hoy debe ocupar su sillón en la RAE -letra "F"- y allí, con el cuello suelto, a uno no le hacen ni caso.
Tras unas gafas que le podrían sentar tan bien a John Lennon como a Miguel de Unamuno, reposa la mirada del que se consolidó como guionista y director imprescindible de la Transición; una suerte de Torcuato Fernández-Miranda de la gran pantalla, aunque con carné del Partido Comunista.
A contrapelo, y en contra de la prisa, relató en Camada negra (1977) la tentación fascista que germina en cualquier sociedad, independientemente de su época y circunstancia. La película era tan incómoda que, a pesar de muerto Franco, fue pasto de censura durante cuatro meses. Los grupos de ultraderecha regaron su estreno en Madrid con fuego y cócteles molotov. Gutiérrez Aragón, "Manolo", había acertado: la camada negra estaba más viva que nunca.
Con "un café solo y aguado" como gasolina, se lanza a navegar por España desde el vestíbulo del Eurobuilding. Reconoce sus contradicciones y las pone sobre la mesa: "Los comunistas no luchábamos para traer la democracia, sino por instaurar la revolución". Los cuatro políticos más votados del país -Sánchez, Casado, Rivera e Iglesias- le aburren: no pasarían de "secundarios" en una de sus películas. Ah, y "cocreta" no está en el sacrosanto Diccionario: "Es una leyenda urbana".
Vaya lío en la RAE. ¿Tuvo claro su voto?
Sí. La RAE esta vez necesitaba un gestor, precisamente para defender el trabajo de los filólogos.
En más de una ocasión ha apostado por incluir a más mujeres en la Academia. ¿Le hubiera gustado Inés Fernández Ordóñez como directora?
Estoy seguro de que hubiese salido ella si no hubiéramos buscado un perfil de gestión. Es una mujer brillante, uno de los miembros más jóvenes de la Academia y una excelente filóloga. La RAE tiene una asignatura pendiente con las mujeres. Hay muy pocas. Pero no podemos caer en el oportunismo de que los próximos sillones se concedan por el mero hecho de ser mujeres. España se puede permitir una elección rigurosa porque aloja magníficas novelistas, filólogas y cineastas.
Con lo tranquilo que estaba usted haciendo películas, se pone a escribir y le meten en la RAE.
Creía que la RAE era un sitio más pacífico -se ríe-. En realidad, hay dos Academias: una más agitada, la que sale en las polémicas; pero otra muy técnica y científica, que saca adelante un gran trabajo. Por ejemplo, la incorporación de definiciones matemáticas o filosóficas al diccionario. O la lucha por mantener la coherencia de la lengua española en los distintos países.
Más allá de la política, la banalidad o la farándula, el trabajo de la RAE merece muchísimo respeto. Yo no fui consciente de los grandes méritos conseguidos hasta que me incorporé como académico. Por cierto, “cocreta” no está en el Diccionario. Es una leyenda urbana.
Mucha gente cree que el término está aceptado.
Parece que el Diccionario se ha puesto de moda. Aunque detrás de las reivindicaciones que exigen variar los términos “madre” o “maquillaje”, por poner un par de ejemplos, hay marcas y empresas. Esas presiones no deben afectar al trabajo de la RAE. En este país, la gente ya se preocupa tanto por el lenguaje como por el sexo y eso es estupendo.
Una de sus primeras películas fue 'Camada negra' (1977), con la que retrató los grupos ultraderechistas de la Transición. A pesar de haber muerto Franco, fue censurada durante cuatro meses. Su estreno provocó incluso atentados.
En la Transición había un entendimiento perverso entre los cineastas y el Ministerio de Información y Turismo. Ellos prohibían y luego nosotros negociábamos con ellos. “Cortamos esto, pero metemos aquello...”. Cuando ibas a un festival internacional, allí se proyectaba la peli entera. Eso podía aprovecharse para chantajear al censor: “Oye, ¿cómo se va a ver de una forma en el extranjero y de otra en España?”. Fue el caso de Camada negra.
En la Transición, el público tenía confianza en los cineastas. Las películas expresaban sus reivindicaciones. Eso lo hemos perdido
En el Festival de Berlín le dieron el Oso de Plata al mejor director.
Sí. Y lo utilizamos de la manera que le comentaba: “¿Cómo van a verla entera los alemanes y los españoles no?”. Era una forma de presión, una especie de chalaneo en el que entrábamos todos. En cualquier caso, había algo muy importante que ahora se ha perdido y que constituía la esencia del cine en la Transición: la gran confianza del público en los cineastas. Los espectadores estaban de parte del cine. Se sentían protagonistas de las películas porque éstas expresaban sus reivindicaciones. Eso lo hemos perdido.
¿Por qué?
Ahora se nos ve como a unos protegidos, subvencionados y oportunistas que buscamos el favor del poder para hacer nuestras películas.
¿Cuándo terminó la censura definitivamente?
Con la Constitución.
Mucha gente cree que se acabó tras morir Franco.
Se abolió en 1977, pero desapareció del todo con la Constitución. Hasta entonces existió ese perverso intercambio de cromos entre los directores y los censores. Y el espectador, siempre de nuestra parte, deseoso de ver más cosas de las que le dejaban. Ahora nos mira desde el otro lado de la barricada.
¿Hemos idealizado el relato de la Transición? En más de una ocasión, usted ha descrito aquellos años como “sangrientos”.
La Transición fue empujada por la gente, que quería normalidad. Adolfo Suárez supo conectar con esa reivindicación y acertó. Pero la Transición se hizo con mucha sangre. Me indigno cuando escucho que fue una concesión del franquismo y los militares. Se la arrancamos con sangre a las fuerzas oscuras. Ni concesión ni pacto. Costó vidas.
La legalización del Partido Comunista, símbolo de la normalidad, estuvo en un tris. Casi cae el Ejecutivo de Suárez. Si hubiera sido por él y por el Rey, el PC no se habría legalizado. Ya nunca se habla de partidos antisistema o maoístas, como por ejemplo la ORT, que tuvieron mucha importancia en la Transición.
Por cierto, una vez diagnosticó que, con Franco, la enseñanza pública era mejor que la privada. ¿Le dieron muchos palos por aquel comentario?
Fue así. La educación pública franquista era rigurosa: se cumplían los horarios y había muy buenos catedráticos. Franco no lo hacía para mejorar la sociedad, sino para controlarla: así se aseguraba la imposición de la religión y la manutención de los principios del Movimiento. Contradicciones de la vida… Porque, de verdad, se enseñaba mejor el latín o las matemáticas.
¿A favor o en contra de la exhumación de Franco?
La sociedad había asumido el Valle de los Caídos como un lugar de dictadores. Dicho esto, no creo que un demócrata pueda oponerse a la exhumación. Pero ya lo habíamos asimilado y ahora habrá problemas vaya donde vaya.
Hay mucha polémica con su lugar de destino. ¿A dónde lo llevaría usted?
Yo lo dejaría donde está.
¿No es usted “demócrata” entonces?
Soy un pragmático -se ríe-. Me explico: yo lo habría dejado donde está, pero una vez tomada la decisión no puedo oponerme por mi condición de demócrata. Pero repito: el Valle estaba amortizado. Era un sepulcro de dictadores, igual que hay sitios de la basura. Ahora habrá que amortizar la nueva ubicación.
Usted suele explicar la evolución de la dictadura a través de distintas imágenes.
La dictadura del principio nada tiene que ver con la del final. Fijémonos en el saludo de Franco durante las grandes manifestaciones. La evolución es muy curiosa. Al principio saludaba a la romana, como un fascista. Luego, cuando ganaron los americanos y eso ya no se llevaba, levantaba el brazo a la altura del fascista, pero recogía la mano rápidamente, un poco hacia atrás, y aquello se convertía en un saludo paternal, beatífico. El Franco fascista se había transformado en un personaje papal. Ese gesto es un símbolo de cómo transcurrió la dictadura.
Todo individuo tiene un poso antisistema y, cuando su cabreo se desata, busca el partido que mejor refleje ese malestar
Ahora, como si hubiéramos viajado en el tiempo, estamos todo el día hablando de “fascistas”. ¿Qué entiende usted por “fascista”? Trazó su retrato en 'Camada negra'.
Aquella película, como le contaba, desató bombas, amenazas, palizas…
¿Dirigidas personalmente contra usted?
No. Fue contra el cine en general. Ponían una bomba y pegaban una paliza a los de la cafetería de al lado. ¿Ve usted? Eso era fascismo: pegar para extender el miedo. En contra de lo que se pudo creer, no pretendí elaborar una crónica del momento, un testimonio sobre los guerrilleros de Cristo Rey.
Camada negra buscaba reflejar la permanente tentación fascista que existe en cualquier sociedad. Esa pulsión que lleva a algunos a recurrir a la violencia para acabar con las ideas. La peli no fue tan bien recibida por mis colegas de izquierdas porque no les pareció suficiente. Al ser un retrato de esa tentación fascista, ha mejorado con el tiempo.
¿Asocia el fascismo a algún grupo político actual?
Vox, por ejemplo, no es fascismo. El fascismo clásico entraña una filosofía política: autoritarismo y nacionalismo. En Vox no hay ninguna clase de filosofía. Por tanto, no se le puede aplicar el término. Eso no quiere decir que sean mejores que el fascismo. Son, simplemente, otra cosa.
¿Y considera Vox un partido de extrema derecha?
Están en ese lugar del espectro ideológico, sí. Les damos posibilidades de tanto hablar de ellos. Todo individuo tiene un poso antisistema y, cuando su cabreo se desata, busca el partido que mejor refleje ese malestar. Hemos hablado tanto de Vox en el extremo que muchos han encontrado ahí su lugar. No obstante, me extraña que la extrema derecha haya tardado tanto en aparecer en España, sobre todo a tenor de lo ocurrido en otros países europeos. Eso demuestra que la conciencia democrática española es muy fuerte.
Por tanto, no diagnostica la existencia del fascismo en la política española actual.
A día de hoy, lo más parecido al fascismo es el Opus Dei, un movimiento que aspira a controlar la sociedad desde fuera del sistema democrático, aunque sin recurrir a la violencia. Los falangistas, antes de la guerra, empleaban las armas y la provocación. El Opus, no. Por tanto es una especie de fascismo sin violencia. En cualquier caso, el desprestigio del fascismo ha sido tal que nadie está interesado en arrogárselo.
¿Le ha dicho esto a alguien del Opus?
Creo que alguna vez sí… En la universidad nos oponíamos más al Opus que a la Falange. Eran los que verdaderamente conservaban las esencias del régimen.
Usted militó en el Partido Comunista hasta su legalización. Se marchó justo cuando podían empezar a hacer política. ¿Por qué?
No soy político, aunque alguna vez, por compromiso moral, haya hecho películas como Camada negra o Todos estamos invitados. La política es siempre reductora del pensamiento. La legalización me liberó, ya había cumplido. Pensé: “Que sigan los profesionales”.
Éramos nosotros, los comunistas, quienes realmente luchábamos contra el fascismo, no el PSOE. Cuando los socialistas llegaron al Gobierno no quisieron hablar del pasado porque la épica no les pertenecía. El verdadero sacrificado fue el PC. Los verdaderos héroes antifranquistas eran los comunistas, no los socialistas.
El marxismo es una filosofía amplia, total, va de la ciencia a la cultura. Pero se ha demostrado su gran agujero: la economía
¿Mantiene por nostalgia o convencimiento algo del comunismo en su ideario?
Hay algo que nadie quiere decir. Cuando los comunistas luchábamos contra la dictadura, no queríamos el restablecimiento de la democracia, sino la revolución. Javier Pradera sí lo reconoció en sus memorias. Seamos sinceros: éramos revolucionarios, no demócratas. En cuanto a lo que usted preguntaba: el marxismo es una filosofía amplia, total, va de la ciencia a la cultura. Pero, al final, se ha demostrado su gran agujero: la economía.
Menos mal que dejó pronto de ser comunista. Si no, hubiera ofrecido a Fidel Castro el papel de Quijote en aquella serie para Televisión Española. Así se lo pidió Cela, que hacía las veces de guionista, ¿es verdad eso?
Sí, eso es verdad. Y Cela acertó. Fidel Castro, con sus ojos de loco, temblándole la mandíbula, es el Quijote. Creo que luego a él se lo dijeron y comentó que se lo habría pensado.
Desde entonces no ha vuelto a militar en ningún partido, pero dice que volvería a hacerlo si hubiera una dictadura. ¿En cuál?
Sí, por supuesto. Si aparece una dictadura, me afiliaré al partido que luche contra ella.
¿El éxito le ha aburguesado o derechizado?
No. Cuando teníamos una reunión de célula, me decían en broma: “A ver, Manolo, despolitízanos un poco”. Porque yo criticaba mucho al partido desde dentro. Siempre he tenido una idea distante de la política, también he mantenido esa distancia respecto al éxito. Porque, desde dentro, el éxito no es tal. No me he vuelto más de derechas de lo que podía ser antes, porque tampoco era tanto de izquierdas aunque militara en el PC.
Exteriorizó su descontento con el Gobierno de Rajoy, principalmente por haber “abandonado la Cultura”. ¿Está más contento con Pedro Sánchez?
Ahora existe un esfuerzo por remediar el daño, pero los Presupuestos seguramente nunca se aprueben. Es la ciudadanía quien tiene que reaccionar. Me interesa más la reacción de los individuos que las subvenciones de los gobiernos. La complicidad de los cineastas con los espectadores que mencionaba antes. España es un país de creación, sin grandes industrias, pero con muchos poetas, novelistas, pintores... Debemos poner eso en valor.
Lo mismo ocurre con el periodismo.
Claro. En la Transición, la gente quería ver la libertad proyectada en el papel.
¿El cine no es demasiado caro como para recuperar esa complicidad?
Hay muchas formas de ver cine. Las series son ahora más populares. Ocurre algo muy curioso, del siglo XIX. La gente, igual que antes se hablaba de las novelas por fascículos de Dickens, pregunta por aquella huérfana que se iba a morir. Las series están en el habla popular, pero para mí el invento sigue siendo la película, que roza la perfección. Una cosa de hora y media en la que cada secuencia tiene que ver con la anterior y la siguiente… Es como una sonata de Mozart, no hay quien lo mejore.
Volviendo a Pedro Sánchez... ¿Le considera, como dicen Rivera y Casado, “rehén de los independentistas”?
No creo que sean sus socios, tampoco que sea un rehén, pero los escaños nacionalistas están condicionado su Gobierno, evidentemente. Se me ocurre una frase muy expresiva que no le diré. Voy a ir en contra de los titulares. Son como los tuits, reductores del pensamiento.
Del mismo modo que usted pone títulos a sus películas y novelas yo tengo que ponerle uno a esta entrevista.
Ya, ya, pues póngale algo neutro -se ríe-.
Antes hemos hablado del término “fascista”. Otra expresión que genera mucha disputa estos días es “golpe de Estado”. ¿La asocia al separatismo catalán?
No, no. Un golpe de Estado perfecto, como los que diseñaba Trotski, incluye la toma de los ministerios, los medios de comunicación y la calle. Es exagerado. Luego, cuando haya un golpe de verdad, nos pasará como con el fascismo, no sabremos cómo llamarlo.
Cataluña es la historia de cómo unos políticos corruptos, los del 3%, montaron un espectáculo independentista para salvarse ellos
Aznar abogó el otro día por aplicar el artículo 155 inmediatamente y sin límite de tiempo.
Si el artículo existe, está para utilizarlo. Pienso que llegará, pero yo no opino, que no soy político.
Cuando le preguntaron por ETA en relación al cine, dijo: “Mientras pasan las cosas, los telediarios tienen más fuerza que las películas”. Apuesta por la perspectiva como ingrediente para el éxito en el retrato. Puso 'Patria', de Aramburu, como ejemplo. ¿Piensa lo mismo de Cataluña?
No. Porque Cataluña no es el tiro en la nuca. Sobre Cataluña ya se puede hacer cine y literatura.
Si le pidieran un guion para Cataluña, ¿por dónde iría la trama?
¿La película tiene que ser en catalán o castellano? Eso sería lo primero que me preguntarían. Seguramente, la mejor manera sería la comedia. No tiene los elementos dramáticos del tiro en la nuca. Es la historia de cómo unos políticos corruptos, los del 3%, montaron un espectáculo independentista para salvarse ellos.
El peligro es cuando se les va de las manos.
Hace tiempo que se les fue. Sus enemigos de clase son los que están tomando las calles.
Ahora que está escribiendo más, ¿le seduce literariamente alguno de los cuatro grandes líderes políticos?
No me seduce ninguno. Todos son actores secundarios. Ninguno merece protagonismo. No me inspiran, no podría hacer un retrato de ellos. Los que hemos sido marxistas no creemos en el sabio salvador con todo el Estado en la cabeza, capaz de organizar la sociedad. Pero se echa de menos a Felipe González, Javier Solana… Incluso a Fraga.
¿Tampoco le seducen sus programas?
No me siento atraído por ninguna de las opciones políticas actuales. El ciudadano es más listo de lo que parece y hace una especie de mixtura. Antes existían las grandes ideologías que servían para toda la vida. Eso ha cambiado. Como en un bufet, escoge al partido que le parece más útil en cada momento.
Usted acaba de llegar de Cuba, adonde también ha viajado recientemente el presidente del Gobierno. ¿Qué le pareció que no se reuniera con la disidencia?
No es verdad. Se reunió con gran parte de la sociedad civil, y no todos eran castristas. Otra cosa es que no fueran los dirigentes de la disidencia. En Cuba, el gran problema es la ausencia de medios de comunicación. Sólo existen la televisión y la hojita de papel estatal. La oposición tiene muchas dificultades para expresarse.
En España, la Transición también la auparon los medios. Allí no se da esa posibilidad. Es positivo que los políticos españoles vayan a Cuba. Allí vive gente, pero eso se nos olvida. Los cubanos aprecian y valoran nuestra presencia. Durante el franquismo, ¿no era bueno que vinieran políticos demócratas extranjeros y que pudiéramos hablar con ellos? ¿Hubiera sido mejor estar aislados?