No me abandona el estupor ante los catalanes independentistas. Hago esfuerzos por entenderlos, según esa prédica de que hay que entender a “los otros”. Pero lo que me encuentro son dos cosas: que ellos no son los otros sino los mismos, los mismos que nosotros los españoles; y que nosotros los españoles no existimos para ellos, no nos tienen en consideración, nos desprecian. En este sentido sí habrían llegado a ser los otros: pero de un modo artificioso, mediante una tarea de segregación. Son separatistas porque se han separado: se han autoconstituido artificialmente en un “los otros” para nosotros; y un efecto de esa artificialidad es que no nos reconocen. Como son los mismos que nosotros, esto quiere decir que no se reconocen a sí mismos. Se han enajenado.
El problema catalán es un problemón porque consiste en una enajenación colectiva. La solución no es policial, ni judicial ni política, sino psicológica (estoy al borde de decir psiquiátrica, pero me contengo; aunque Ramón de España, que vive allí, ha hablado del “manicomio catalán”). No sé cuál sería el tratamiento. La policía, la Justicia y la política solo podrían ayudar en la medida en que tuviesen efectos psicológicos. No parece fácil. Fomentando la enajenación están a destajo los centros de enseñanza y los medios de comunicación (Agustín García Calvo los llamaba “medios de formación de masas”, y aquí está clarísimo). La élite económica, la élite académica, la élite profesional, la élite cultural están en el independentismo de un modo desesperante. Es lo que se lleva, lo sexy, lo guay. Lo que va sin esfuerzo, aunque sea contra la realidad. Porque funciona como realidad paralela.
La enajenación colectiva es lo que me sale si aplico al tema catalán la navaja de Ockham, ese principio según el cual la explicación más simple suele ser la acertada. Acaso así podamos empezar a explicarnos el carácter inaudito de esta “rebelión contra una democracia liberal en una región donde la renta per cápita supera los 25.000 euros”, como escribió Daniel Gascón. O las efusiones sentimentales, los abrazos, los cánticos, las lágrimas, las quejas, las proclamas rebosantes de superioridad moral de unas personas cuyo principal empeño político es convertir en extranjeros a más de la mitad de sus conciudadanos catalanes (y al resto de los españoles).
Pero persiste el estupor. Ante el discurso de Oriol Junqueras en el juicio del procés. Ante las declaraciones de Quim Torra, Pere Aragonès o Elsa Artadi cuando los entrevista Alsina. Ante Carles Puigdemont y Artur Mas. El estupor incesante ante Gabriel Rufián, Pilar Rahola y Núria de Gispert. Ante los desfiles con antorchas, las manifestaciones, las performances por parte de la población adulta. Ante la asimilación de estos privilegiados con los que sufren de verdad en el mundo. El estupor ante las palabras de la la escritora Jenn Díaz, de ERC, después de que su partido rechazara los presupuestos de Sánchez: “Nos demonizáis. Nos deshumanizáis. Nos menospreciáis. Calláis cuando nos reprimen. Nos ponéis al mismo nivel que la ultraderecha. Y ahora os sorprendéis de que no aprobemos unos presupuestos a cambio de nada. No es el mercado, amigos. Es la autodeterminación. Y no renunciaremos”.
Esta gente lo está pasando fatal y todo es absurdísimo.