El cadáver de María José, la mujer enferma que se mató con la ayuda de su marido, congregó a su alrededor a los amantes de la vida. Este grupo tiene la mirada puesta en la eternidad pero darían todo, incluida la dignidad, por alargar un segundo más la única existencia conocida, aunque sea bajo las condiciones más terribles, como si se olieran el camelo y apuraran a través de la vida de otros sus inseguridades.
La radiografía que hacen de la realidad arroja un resultado desconcertante: prefieren al hombre moribundo, con la humanidad reducida por la enfermedad, que al muerto, por fin libre, camino del paraíso prometido. Nunca una previa había sido tan apetecible como para el grupo que vive pendiente de la vida después de la muerte.
Para ellos, la situación que vivió María José durante sus últimas horas es un examen de sufrimiento que hay que aprobar para merecer la casualidad de existir. Si no se ha sufrido lo suficiente y no se ha hipotecado la vida de los seres queridos más cercanos, no cuenta del todo. Morirse por goteo atrapado en una cama es lo que falta a las biografías aleatorias para coronarse antes de saltar, esta vez sí, a la vida definitiva.
Tanto la persona enferma como su acompañante deben pasar días tratando de reanimar al precadaver que ambos tienen entre las manos, sin caer en la tentación de aliviarse mutuamente la convivencia por la que asoma lo sórdido. Hay veces en las que sólo queda el amor con un fuerte olor a derrota. Y no vale rendirse, hay que ser heroico durante mucho tiempo, tragar la agonía, hacer de los últimos segundos una rutina animal, borrosa, paralizada. Por culpa de estas convicciones privadas que calan el ordenamiento jurídico, María José, y otros como ella, murió no una vez, sino dos. La primera, muchos años antes, al no querer reconocer la escombrera de necesidades en que se convirtió su cuerpo postrado.
Si no se pueden tomar decisiones sobre la vida cuando la vida se pone imposible, el ser humano se convierte en un misionero de sí mismo. Algunos dirán que es lo único que queda cuando no queda nada. Pocas cosas habrá más tristes que esa piedad de espejo pasiva y tremenda. La eutanasia es la prórroga que se da la sociedad para usarla cuando las cosas se ponen feas. Si alguien lo está pasando fatal sin remedio, que al menos tenga el placer de marcarse en propia el gol definitivo.