Reflexionaba Rousseau en El contrato social, que los ingleses se creían libres, pero se equivocaban pues únicamente lo eran en el momento de votar, quedando después sometidos a una tiranía tan fuerte como la del rey absoluto continental: la de la mayoría parlamentaria. Con la decisión de Boris Johnson de suspender la actividad del Parlamento británico, para evitar contratiempos en su objetivo de alcanzar un brexit duro, comprobamos que esta situación habría variado en la actualidad: el “tirano” absoluto pasaría a ser el primer ministro y la víctima de su claro despotismo, el órgano legislativo.
¿Qué ha sucedido para que un régimen de poder, el parlamentarismo, fundamentado en la subordinación teórica del gobierno al Parlamento, haya derivado (no únicamente en el caso británico) a una situación, como la que vivimos actualmente en casi toda Europa, donde los sistemas parlamentarios han mutado hacia relaciones de poder donde lo que se da es una subordinación real del parlamento al gobierno? ¿Cómo se ha producido esta metamorfosis política?
Las respuestas a estas preguntas que, en un principio, podrían parecer complejas son más sencillas de lo que pensamos. Y las encontramos en el propio origen de esta peculiar forma de gobierno. El parlamentarismo nace como una forma de organizar los poderes del Estado donde no se busca la separación de los mismos (control y división entre los poderes), sino el sometimiento y la dependencia de unos sobre otros. Y en esa situación, con su alteración actual, es la que padecemos hoy en día en los sistemas parlamentarios europeos.
La crítica de Juan Jacobo Rousseau en 1762 era la más razonada que, desde posiciones ilustradas y fundamentada en su peculiar entendimiento de lo que él entendía como “voluntad general”, se podía realizar al régimen político británico. Un sistema que tuvo su origen en la necesidad de controlar y limitar el poder del rey ante la debilidad que en las islas manifestaron tanto la nobleza como el clero. Una situación, por tanto, muy contraria a lo que sucedía en la Europa continental (tenemos el ejemplo de España, cuna del parlamento, con las Cortes de León en 1188), donde la tradición política implicaba una limitación del rey y su sometimiento a las Cortes que le controlaban.
La monarquía en los reinos hispanos, por su propio origen visigodo, había mantenido el principio de que el rey era en la práctica un primus inter pares (primero entre iguales) y debía respetar las leyes y los fueros: consecuencias de los pactos y acuerdos con la nobleza y las ciudades. “Antes hubo leyes que reyes” se afirmaba en Aragón, que llevó este principio de respeto a la ley hasta el juramento de sus monarcas: “Nos, que somos tantos como vos y todos juntos más que vos, os hacemos rey de Aragón, si juráis los fueros y si no, no”. Tradición de la libertad política que, según ha explicado el profesor Dalmacio Negro, se plasmaba en leyes e instituciones y doctrinalmente estaba perfectamente limitada en la figura del “rey cristiano” Christomimetes, imitador de Cristo según la máxima de San Isidoro: “serás rey si obras rectamente; si no lo haces así, no lo serás” (rex eris si recte facias; si num facias, non eris).
En Inglaterra las cosas fueron distintas y por ello el origen de su sistema parlamentario se dirigió desde su nacimiento a intentar conseguir el control y la limitación del poder único del rey. Contamos con los ejemplos de Enrique II en el siglo XII, un auténtico monarca absoluto poseído de la ira et malevolentia normanda con lo que podía actuar a su antojo (la mala voluntad real) y, años después, el caso de Juan sin Tierra, a comienzos del siglo XIII, en cuyo final del reinado tuvo lugar el enfrentamiento con los estamentos feudales surgiendo de este proceso las denominadas Cartas, la más famosa de ellas la Carta Magna de 1215, configurándose éstas como pactos entre el monarca, los señores feudales y el clero, estableciéndose normas (la mayoría de ellas no se cumplían) que intentaban limitar mínimamente el poder del rey.
"El origen de su sistema parlamentario se dirigió desde su nacimiento a intentar conseguir el control y la limitación del poder único del rey"
El origen de la representación en Inglaterra se remonta a la creación del Magnum Concilium con una función puramente consultiva, generalmente en materia judicial, por parte del rey. Con el paso del tiempo esta representación fue creciendo en importancia y peso político (autorizaba los nuevos impuestos al monarca). A mediados del siglo XIII (1265) se incorporan dos caballeros por condado al Magnum Concilium y es, en este momento, cuando se puede establecer el origen del Parlamento británico. Una cámara de representación feudal que tras una larga evolución adoptó, ya en el siglo XIV, la separación en dos cuerpos: la Cámara de los Comunes y la Cámara de los Lores. La tarea decisiva, la función legislativa, correspondió a partir del siglo XV a la Cámara de los Comunes. Órgano de representación que unía de esta manera una doble facultad: el poder legislativo y el de aprobar los presupuestos.
Fue, a partir de este momento, al alcanzar su pujanza el Parlamento inglés, cuando se generó la lógica tensión entre la cámara legislativa y el monarca. Se vivieron varios acontecimientos históricos de gran dureza e incluso se llegaron a producir distintos episodios de guerra civil. Este pulso, entre el parlamento y el rey, vivió su momento álgido en 1649 con la decapitación de Carlos I de Inglaterra. En 1660, tras la dictadura de Cromwell, se restauró la monarquía inglesa. Los partidos políticos surgen en torno a 1679 tras la promulgación del Habeas Corpus (legislación que intentaba garantizar la libertad e independencia del individuo frente al abuso y arbitrariedad del poder).
En 1689 se aprueba el Bill of Rights y en 1701 el Acta de Establecimiento, configurándose un sistema de poder conocido como la monarquía constitucional: el parlamento ejercía el poder legislativo y el control del presupuesto, mientras que el monarca elegía a sus consejeros y ejercía el poder de gobierno con libre disposición. Pero el pulso y la tensión de poder entre el parlamento y el monarca se mantuvo vivo y tuvo finalmente un claro vencedor: la cámara legislativa.
A partir de este momento se configura una nueva forma de gobierno, donde el primer ministro, y lo que posteriormente se convertiría en su gabinete, debían de contar (en un primer momento) con la doble confianza del rey y del Parlamento. Durante el periodo de Robert Walpole como primer ministro (1721-1742) su gabinete contó con la confianza del parlamento gracias a la eufemísticamente denominada “influencia de la Corona”, que hacía alusión a las prácticas de corrupción mediante el soborno y la compra de los votos de determinados miembros de la Cámara de los Comunes. Este sistema convive durante más de un siglo con el sufragio censitario y toda clase de fraudes electorales. Como se puede comprobar, la corrupción del parlamentarismo además de histórica es intrínseca a su funcionamiento. Ya era efectiva 280 años antes de episodios como el tamayazo y otros casos de transfuguismo de diputados y concejales tan conocidos en nuestro solar patrio.
El proceso histórico vivido en Inglaterra de transición de un sistema dual de poderes (el rey y el parlamento) a un sistema de unidad de poder (ejecutivo más legislativo) llega a su culminación en 1803 bajo el gobierno de Pitt el Joven, cuando se formula de manera expresa el postulado de que el rey debe nombrar como primer ministro al líder del partido político mayoritario en la Cámara de los Comunes, para que la coincidencia entre legislativo y ejecutivo sea completa.
"La eufemísticamente denominada “influencia de la Corona”, que hacía alusión a las prácticas de corrupción mediante el soborno y la compra de los votos"
Vemos como el parlamentarismo inglés (un ejecutivo dependiendo del legislativo salvando a la corona) fue el antecedente de lo que sucedió posteriormente en toda Europa. Y adquiere su importancia si lo comparamos con la práctica inexistencia de instituciones parlamentarias representativas en Francia y en España durante todo el periodo del absolutismo monárquico de los Borbones hasta el estallido en 1789 de la Revolución en nuestro país vecino y el contagio revolucionario que arraigó en nuestro país gracias a las Cortes de Cádiz y su excepcional fruto político: la primera Constitución española de 1812.
El surgimiento de la monarquía constitucional en Europa supone la limitación de los poderes absolutos del rey que se hacen incompatibles con los aires revolucionarios de la soberanía nacional que, poco a poco, se va instaurando con la aparición de los nuevos parlamentos. El rey en el sistema de monarquía constitucional sigue siendo el fundamento último de todos los poderes del Estado y continúa manteniendo el poder ejecutivo, al elegir de forma completamente libre al primer ministro (o presidente del Gobierno) y, en la mayoría de los casos, a los ministros o consejeros del ejecutivo. En el régimen de la monarquía constitucional, el rey reina y además gobierna, mientras los diputados legislan. Este modelo incorpora un sistema dualista en la división de los poderes entre el ejecutivo y el legislativo. Se mantiene el principio monárquico que corresponde al monarca con sus ministros, con un germinal principio democrático investido en el parlamento como órgano representativo del pueblo.
Pero esta lucha por la libertad política estuvo plagada de frenazos y de marchas atrás a lo largo de nuestra historia más reciente. Por ejemplo, en el caso español, el régimen parlamentario (el de la confusión de poderes) llegó a nuestro país de la mano del Estatuto Real (1834), que es cuando aparecen los votos de confianza y de censura, la disolución anticipada de las Cortes y el banco azul (conceptos tan manoseados en la actualidad por nuestra clase política) y que representan (aunque ellos lo desconozcan) la posición más reaccionaria de nuestro siglo XIX frente a los principios que representaba la Constitución de 1812, que proclamaba la soberanía nacional y reconocía el sufragio universal masculino. Aunque los defensores del régimen del 78 lo desconozcan, lo que ellos consideran como mecanismos de una democracia auténtica son en realidad instrumentos de políticas reaccionarias incompatibles con la libertad política.
En la historia del parlamentarismo continental europeo, la tensión entre el principio monárquico, que entiende a la monarquía como el único órgano de soberanía dentro del Estado, y el principio democrático, que propugna el carácter representativo de esa soberanía a través de las asambleas legislativas, va a conseguir primero la transformación de la monarquía absoluta en constitucional y, posteriormente, la constitucional en parlamentaria. Nos encontramos ahora en una fase distinta (la suspensión del Parlamento británico por Johnson sería una clara demostración de esta nueva etapa) donde la mutación de lo que hasta ahora se conocía como una monarquía parlamentaria ha derivado hacia una monarquía de oligarquías, de clase política (Estado de partidos o monarquía de partidos son los términos que utiliza la ciencia política más moderna).
Esta transformación supuso, en un primer momento, que para salvar la figura del monarca se la hizo compatible con el parlamento, primero a través de fórmulas de tolerancia, luego de cohabitación y finalmente de sometimiento. Se rompió de esta manera desde sus raíces el principio democrático de control y división de los poderes del Estado. Situación que se agrava más en la actualidad con la actuación de la oligarquía de los partidos políticos, de la clase política, que somete al parlamento a las decisiones de sus cúpulas de poder (con la proclamación de sus listas electorales) y anula la libertad política de los ciudadanos.
Es en este consenso de las organizaciones políticas (consenso ante las formas incuestionables del parlamentarismo) donde surge, como vemos que está ocurriendo a día de hoy en el Reino Unido con la decisión adoptada por Boris Johnson, la evidencia de la corrupción del parlamentarismo como forma de Gobierno. La suspensión del Parlamento británico es una decisión que se aplica dentro de la más estricta legalidad (la conocida como prórroga parlamentaria que, en contra de lo que parece indicar su nombre, supone el final de un periodo de sesiones) pero que encaja con los valores teóricos del régimen parlamentario que suponen una especial relación entre el ejecutivo y el legislativo que se articulan mediante una serie de mecanismos, diferentes en cada sistema constitucional (investidura, moción de censura, cuestión de confianza, disolución anticipada del parlamento, prórroga parlamentaria…) pero que configuran un sistema de dependencia mutua, fusión de poderes o sometimiento, que es la esencia del parlamentarismo, contraria absolutamente a lo que es la separación de poderes y la democracia auténtica.
Por ejemplo, lo sucedido en Europa desde finales de la II Guerra Mundial con la transformación de los regímenes parlamentarios (monárquicos o republicanos) en Estados de partidos, han conseguido liberar, en muchos casos, a los gobiernos de la necesidad de mantener una mayoría en el parlamento (véanse los caso de Italia y Portugal), consiguiendo la mayor gloria con la que podían soñar las oligarquías políticas: un sistema de unidad de poder dentro del Estado con la apariencia externa de separación de funciones.
Conociendo la historia del parlamentarismo podemos llegar a entender su carácter mutante y antidemocrático. Está en sus orígenes y ha llegado hasta nuestros días. Llama la atención que la aparición de nuevas formaciones políticas consecuencia de la crisis, más que evidente, de nuestro régimen del 78 (Ciudadanos, Podemos y Vox) no haya propiciado ninguna crítica ni propuesta de reforma hacia este tipo de régimen. Incluso, con sorpresa, hemos tenido que escuchar a algún intelectual arrimado a una de estas nuevas filas, y presentado como referencia doctrinal de su posición política, la defensa a ultranza del régimen de la Restauración de 1876, caracterizado por el sufragio censitario falseado por el caciquismo, la inestabilidad gubernamental permanente y el “borboneo” sin freno, es decir la intervención permanente del monarca para poner y cambiar gobiernos (o con su parálisis impedir la salida de las crisis), situación que se encubría con el eufemismo, aún utilizado en nuestros días, del “arbitraje regio”.
Es paradójico que un régimen de poder que, en su origen, situaba el centro de gravedad político en la cámara legislativa para controlar al ejecutivo, haya derivado a una situación, como la que vivimos en la actualidad (en España con la crisis de investidura y el Gobierno en funciones, prácticamente sin control de Pedro Sánchez, o lo que está sucediendo en Gran Bretaña con la suspensión del parlamento por su primer ministro) donde la actividad del parlamento no cuenta casi para nada: salvo para lo esencial de elegir un gobierno (a veces ni para eso) o retirarle la confianza mediante una moción de censura (con las consecuencias de inestabilidad que también esa mecánica provoca). Pero tranquilos, la mutación no ha terminado.
***Javier Castro-Villacañas es abogado y periodista. Autor del libro “El fracaso de la monarquía” (Planeta, 2013).