La noticia de la proliferación de acciones penales contra el Gobierno y otros funcionarios de la Administración por la posible comisión de un delito de homicidio imprudente, por la indebida falta de control de la propagación del Covid-19, nos lleva a reflexionar acerca de su viabilidad de acuerdo con la ley penal vigente, aunque ya podemos anticipar que la actual regulación del Código Penal resulta insuficiente para combatir acciones como las denunciadas, en las que, como consecuencia de una inacción, de la omisión de una acción debida de evitación, se aumenta de modo antijurídico el riesgo de propagación del virus.
Trataremos de explicar nuestra posición de la manera más inteligible posible, aunque sea a costa de renunciar al planteamiento de no pocas cuestiones trascendentes de naturaleza dogmática.
No es dudoso que las autoridades sanitarias tienen el deber legal de contener la propagación del virus. Así lo imponen la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública y la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública. Conforme a ellas, las autoridades sanitarias tienen la obligación legal de tutelar la salud pública, de una adecuada vigilancia y de informar sobre la presencia de riesgos específicos para la salud de la población.
Al Ministerio de Sanidad, como autoridad sanitaria estatal, le corresponde la gestión de las alertas sanitarias de carácter supra-autonómico y, por tanto, tiene la misión de adoptar todas las medidas necesarias para proteger la salud pública, con amplias facultades en caso de extraordinaria gravedad. Y la propia ley (artículo 57 de la Ley General de Salud Pública) establece un régimen sancionatorio para conductas u omisiones que produzcan un riesgo o un daño muy grave para la salud de la población.
Por lo tanto, la inacción de la autoridad competente en materia de salud pública es susceptible de ser sancionada administrativamente, aunque el legislador, al elaborar el catálogo de infracciones, no pensó obviamente en las infracciones que pudieran proceder de la propia Autoridad sanitaria.
Cualquier omisión en el cumplimiento de ese deber legal de protección de la salud pública y, en particular, de contención de la propagación, aunque sea a título de simple negligencia o imprudencia, genera responsabilidad en la autoridad competente por la mera infracción del deber, al margen del resultado. Cuando el riesgo para la salud es extraordinario, como sin duda ocurre con el Covid-19, la responsabilidad del incumplimiento será mayor.
Ahora bien, dicho esto, el riesgo de infección masiva deriva de la propia naturaleza del virus y de su intrínseca capacidad expansiva. No cabe reprochar a la autoridad sanitaria la creación del riesgo, que ya existe antes de la necesidad de intervención administrativa, sino la contribución que, con su omisión o inacción, o intervención tardía, ha realizado -de modo antijurídico- al aumento del riesgo de propagación y, como consecuencia, haber propiciado que el riesgo contra la vida y la salud individuales inherente al virus se haya descontrolado, que seguramente se ha traducido también en el incremento de los resultados lesivos.
No puede dudarse, por tanto, de que la omisión de los deberes de control de la pandemia, la incompetencia para contenerla, la adopción tardía de medidas de salvamento que se evidenciaron como necesarias o la inhibición o desidia frente a la segura propagación de la epidemia por razones extra-sanitarias, confiando quizás en la providencia o en el azar, genera en la autoridad competente, sea el Gobierno, el Ministerio de Sanidad, el Delegado del Gobierno o la autoridad sanitaria de que se trate, responsabilidad por el mero incumplimiento del deber de protección y el antijurídico aumento del riesgo de propagación.
Ahora bien, que la responsabilidad que pueda exigirse sea de índole criminal depende, en un ámbito del Derecho regido por el principio de legalidad penal, de que el comportamiento en cuestión esté tipificado taxativamente en la ley penal.
Excluida en este análisis la intención o el dolo -incluso eventual- referido a la causación de la muerte o del daño a la salud y situándonos, por tanto, en el terreno de la imprudencia o falta de negligencia (que sería grave, desde luego, en atención a la magnitud del riesgo para la salud pública), la cuestión que se suscita inmediatamente es si, una vez fuera constatado el incumplimiento de las normas elementales de cautela, puede imputarse adicionalmente a la infracción del deber por parte de la autoridad un homicidio o lesiones imprudentes, teniendo en cuenta que la vida o la salud e integridad física de las personas son bienes de naturaleza individual, no colectiva.
¿Cómo probar en el proceso que la inacción de la autoridad incrementó el riesgo de lesión de un fallecido en particular?
Pues bien, para imputar el resultado de muerte o lesión a la autoridad o funcionario es necesario poder establecer la correspondiente relación causal entre aquella omisión o inacción (la infracción del deber) y el concreto resultado de muerte o de lesión, lo que desde el punto de vista científico se antoja de dificultad extrema cuando no imposible, pues ello requeriría poder constatar en cada caso individual (particular juicio de causalidad) que el contagio trae causa de aquella omisión de las autoridades gubernativas, y no poder explicarlo, alternativamente, por otra causa natural de mayor o más próxima eficiencia.
Habría que demostrar que se produjo una elevación esencial del riesgo, no en abstracto (cosa empíricamente demostrable), sino en el caso concreto. ¿Y cómo probamos en el proceso que la inacción de la autoridad incrementó el riesgo de lesión del fallecido en particular? La mera dificultad, en un proceso regido por el derecho a la presunción de inocencia y el in dubio pro reo, determinará a buen seguro la falta de viabilidad de una acusación por homicidio o lesiones por imprudencia.
La cuestión de la causalidad en casos de infecciones masivas se planteó ya, con un gran debate jurídico, en el caso del síndrome tóxico de la colza (sentencia del Tribunal Supremo de 23 de abril de 1992). Y la solución finalmente adoptada se tradujo en la formulación de la siguiente regla: “Existe una ley natural de causalidad cuando, comprobado un hecho en un número muy considerable de casos similares, sea posible descartar que el suceso haya sido producido por otras causas” distintas de la acción enjuiciada.
No se ocultará la dificultad de verificar en cada caso si el contagio se ha producido por la expansión del virus debida a la falta de intervención eficaz en su control por la autoridad sanitaria, descartando otras posibles causas.
En el caso que ahora nos ocupa, la autoridad sanitaria no habría creado el riesgo de infección, que preexiste a su inacción, sino que la eventual infracción del deber de protección (la omisión ilícita de la autoridad sanitaria, si se demostrara) incide o concurre en un riesgo preexistente, que ya fluye y amenaza a la población, aumentándolo de forma antijurídica, lo que permitirá considerar que ha contribuido a la propagación del virus e incluso que probablemente lo ha hecho también al incremento de fallecidos y contagiados.
Pero será imposible discriminar, adicionalmente, en cada caso individual cuándo el contagio -y ulterior resultado- puede imputarse al riesgo precedente o a la parte aumentada por la inacción de la autoridad, esto es, persistirá la duda de si realmente se ha producido una elevación esencial del riesgo para esa concreta persona fallecida o contagiada.
Aunque el delito de homicidio o de lesiones pueden imputarse -en comisión por omisión-, cuando exista obligación legal de actuar en evitación de un resultado, esto es, “cuando el omitente haya creado una ocasión de riesgo para el bien jurídicamente protegido mediante una acción u omisión precedente” (artículo 11 del Código Penal), la prueba de la “causación” del resultado con arreglo a criterios científicos es insoslayable: debe despejarse la incógnita de si la realización de la acción debida por la autoridad sanitaria hubiera evitado el resultado, de tal modo que se pueda concluir que la inacción o infracción del deber de tutela constituyó conditio sine quae non del concreto contagio.
Esta exigencia de los delitos que consisten en un resultado (como aquí, muerte o lesiones por contagio) requiere poder probar en el proceso qué hubiera sucedido si las autoridades sanitarias se hubieran comportado de un modo diligente (el exigible comportamiento alternativo conforme a Derecho), de tal suerte que la responsabilidad penal por aquellos delitos de resultado solo podrá declararse si, en el caso de haber realizado la acción debida, esto es, colocando la condición omitida (por ejemplo, la adopción de medidas de contención en un momento más temprano, la prohibición de manifestaciones masivas a pesar de conocer el riesgo de propagación, etc.), se hubiera desbaratado el resultado, evitado con una seguridad rayana a la certeza tal o cual muerte o lesión, para cada caso individual. O dicho inversamente: si a pesar de que las autoridades hubieran actuado de un modo conforme a Derecho la muerte o el contagio se hubiera producido de igual modo, no podría imputarse objetivamente la muerte a aquella infracción del deber de control. Desde ambos puntos de vista, la prueba de la causalidad se presenta en este caso con extrema dificultad.
Resultaría, en todo caso, insuficiente la conclusión empírica de que la adopción de medidas severas como el confinamiento o cualquiera otras fruto de una intervención temprana de la autoridad hubiera conducido con probabilidad a un descenso del número de víctimas, considerados como grupo, pues no es posible apreciar un homicidio o lesiones referidos a un grupo indeterminado de personas al ser necesario un juicio de causalidad individual. La causalidad debe determinarse para cada individuo afectado, no siendo suficiente una mera conclusión estadística.
No se oculta la dificultad de poder alcanzar una conclusión segura en el plano científico-natural acerca de si, habiéndose realizado la acción debida exigible a la autoridad sanitaria, se hubiera evitado la muerte de una persona concreta, con nombre y apellidos. Este es el problema de reconducir la calificación penal a tipos penales que protegen bienes individuales, como la vida o la salud de las personas.
Es difícil alcanzar una conclusión segura sobre si, de haberse realizado la acción debida exigible a la autoridad sanitaria, se hubiera evitado la muerte de alguien con nombre y apellidos
El delito de homicidio consiste en “matar a otro”, lo que requiere vincular causalmente la acción u omisión a un resultado individual (es decir, conforme a lo expuesto, la acción debida de la autoridad lo hubiera evitado con seguridad), lo que es imposible de determinar con certeza, ni siquiera con alto grado de probabilidad.
¿Se puede probar que una persona se contagió por haber participado en la manifestación del 8-M, no evitada por las autoridades, con exclusión de otra causa distinta? Y, en un juicio de causalidad hipotética, la adopción por las autoridades sanitarias de las debidas medidas de control, prohibiendo, por ejemplo, la concurrencia en manifestaciones y eventos, ¿habría evitado realmente el contagio de esa concreta persona, o pudo contagiarse por otra causa de las múltiples posibles?
Una variedad de interrogantes campean sobre la siempre difícil cuestión de la causalidad, que en este caso presenta una complejidad manifiesta.
Otra perspectiva distinta es la posible relevancia penal de la conducta en la que el resultado no fuera el elemento del tipo, sino un factor de agravación, sancionándose ya en el estadio previo la mera causación ilícita de un riesgo grave contra la salud pública o el incremento antijurídico del riesgo ya creado.
De este modo podría prescindirse de la necesidad de verificar individualmente una relación de causalidad entre la omisión y el resultado lesivo, reprochándose como delito autónomo el aumento indebido del riesgo por parte de la autoridad incumplidora o la creación antijurídica de un mayor riesgo de propagación, con mayor cualificación cuando ese aumento de riesgo se haya traducido en un mayor número de contagios y, por tanto, por estimación, de un mayor incremento de fallecidos o lesionados, lo que debería tenerse en cuenta como mayor desvalor. Y ello con independencia de poder vincular causalmente aquel comportamiento ilícito con fallecimientos o lesiones individuales, lo que excluye -conforme a lo expuesto- la posible atribución de un delito de homicidio o lesiones imprudentes, pero no impediría la sanción penal por aumentar de modo antijurídico el riesgo para la salud debido a la omisión de las debidas medidas de protección. Sin embargo, un tipo penal de peligro, como veremos, tampoco se encuentra en nuestro Código Penal.
En conclusión de lo hasta ahora expuesto:
(1) Aunque se pueda llegar a probar que se hubieran evitado muertes y contagiados en el caso de una mayor diligencia en la actuación de la autoridad sanitaria, ello no es suficiente para poder sancionar por delito de homicidio o lesiones, pues no existe en el Código Penal un delito de homicidio que consista en haber aumentado por imprudencia grave el peligro contra la vida de un colectivo;
(2) la sanción penal por homicidio o lesiones solo sería posible si, además de la prueba de la expansión indebida del riesgo prevenido, se acredita que efectivamente el concreto contagio, con el resultado de muerte o lesión, está vinculado causalmente a la omisión antijurídica de la autoridad incumplidora, lo que, como decimos, presenta dificultad extrema. Tampoco es posible sancionar por la tentativa de homicidio (aunque prescindamos del resultado concreto), al ser requerida para este caso una actuación dolosa. Igualmente sería inaplicable el delito de omisión del deber de socorro (artículo 195 del Código Penal), que también presenta una perspectiva individual.
Llegado a este punto, y expurgando el Código Penal, excluida en la práctica la posibilidad de atribuir a la autoridad sanitaria un delito de resultado de muerte o lesión, solo queda indagar si se sanciona por sí mismo el aumento antijurídico del riesgo como delito de peligro autónomo. Y podemos concluir que tampoco contiene el Código Penal un tipo delictivo que sancione, como delito contra la seguridad colectiva, a la autoridad o funcionario que, con competencia sanitaria e incumpliendo el deber legal de vigilancia y protección de la salud pública, con infracción de normas de cautela o cuidado debido, haya incrementado por su inactividad el riesgo de propagación de una epidemia, poniendo en peligro concreto la vida o la salud de las personas. Esto es, que se sancione el aumento antijurídico del peligro en sí mismo, como delito de riesgo, con independencia de que pueda verificarse o no en el caso concreto la causalidad natural con el resultado de muerte o de lesión, al ser concebido como delito contra la seguridad colectiva.
El Código Penal no contiene un delito contra la seguridad colectiva que sancione a la autoridad que haya incrementado por su inactividad el riesgo de propagación de una epidemia
El legislador penal, a la hora de tipificar los delitos contra la seguridad colectiva (artículos 341 y siguientes), lugar en el que se regulan los delitos que consisten en la creación de un riesgo grave para la vida o la salud de las personas, se preocupó, a la hora de tipificar los delitos de riesgo catastrófico, de conductas tales como la liberación de energía nuclear o elementos radiactivos (artículo 341, sancionado la imprudencia grave en el artículo 344; por ejemplo, caso Chernobyl); los estragos o provocación de explosiones (también sancionándose la imprudencia grave); los incendios, la manipulación o distribución de explosivos y otros agentes o la difusión de sustancias tóxicas o determinados delitos alimentarios.
Tampoco los delitos contra la salud pública (artículos 359 y siguientes) ofrecen solución adecuada: se tipifica la comercialización de sustancias nocivas para la salud, de medicamentos, o el tráfico de drogas y sustancias estupefacientes.
Los delitos de riesgo catastrófico son sancionados muy duramente, en consideración a la posible afectación masiva a una pluralidad de personas. Se sancionan como delito de peligro determinados comportamientos que amenazan gravemente la vida, la integridad física o la salud de las personas.
Pero no se representó el legislador la necesidad de castigar penalmente la comisión por imprudencia de una acción u omisión como la analizada que ponga gravemente en peligro aquellos mismos bienes jurídicos. Y ello a pesar de concurrir identidad de razón para castigar la conducta de quien indebidamente ha contribuido a la “liberación” del riesgo epidemiológico, o su falta de contención, con gran potencialidad lesiva, a pesar de los indicios objetivos de la expansión de la epidemia.
Por tanto, también como delito de riesgo contra la seguridad colectiva o contra la salud pública, el supuesto analizado presenta más que notables problemas de subsunción típica.
Más allá de la laguna legal apreciada con relación a las conductas antijurídicas que consisten en un aumento indebido del riesgo en los casos analizados, algún otro reproche puede formularse con relación a las medidas adoptadas, ya una vez declarado el estado de alarma y centralizada la gestión de la epidemia.
El delito de los artículos 362 y 362 quater del Código Penal, introducido por la Ley Orgánica 1/2015, de 30 de marzo, sanciona con pena agravada a la autoridad o funcionario público que importe, suministre, intermedie, comercialice, ofrezca o ponga en el mercado “productos sanitarios que no dispongan de los documentos de conformidad exigidos por las disposiciones de carácter general, o que estuvieran deteriorados, caducados o incumplieran las exigencias técnicas relativas a su composición, estabilidad y eficacia, y con ello se genere un riesgo para la vida o la salud de las personas”.
Ahora bien, se trata de un delito doloso. El legislador penal no ha contemplado la puesta en peligro de la salud debida a la negligente distribución de los productos sanitarios. Y, como es sabido, las acciones u omisiones imprudentes solo se castigarán cuando expresamente lo disponga la ley.
Por tanto, la importación, suministro de material defectuoso o ineficaz, que resultaba necesario para la contención de la propagación y que ha podido también contribuir el aumento del riesgo para la vida o la salud de los colectivos más vulnerables, no puede sancionarse penalmente al amparo de estos preceptos, salvo que se demuestre que la autoridad o funcionario los puso en circulación a sabiendas de su ineficacia, lo que es difícil de asumir.
En consecuencia, tampoco por esta vía la ley penal nos ofrece un marco legal adecuado para sancionar penalmente algunas de las conductas imprudentes que se han evidenciado en el suministro de medios sanitarios para prevenir el contagio.
La posible imputación del resultado de muerte o de lesión no puede ser excluida de antemano en el caso del personal sanitario que haya trabajado con materiales defectuosos
Ahora bien, a diferencia de lo dicho más arriba acerca de la práctica imposibilidad científica de vincular el aumento del riesgo en general a la lesión de un bien jurídico individual (por ejemplo, a un sanitario expuesto al riesgo), en el supuesto de que pueda demostrarse que el contagio en el caso individual fue la ineficacia de este material de protección -situación que ya no presenta aquella dificultad empírica del juicio de causalidad individual-, la posible imputación del resultado de muerte o de lesión no puede ser excluida de antemano, aunque sea a título de imprudencia (siempre que pueda considerarse, por ejemplo, que una mascarilla tiene la naturaleza de “producto sanitario”, lo que a nuestro juicio no ofrece duda).
Por tanto, con relación a determinadas víctimas que, por razón de su especial exposición al riesgo, sea posible establecer aquella relación causal entre la omisión de medidas especiales de protección y el contagio, no cabe excluir la responsabilidad por delito imprudente de homicidio o lesiones. Todo ello, sin perjuicio de la posible aplicación de otros tipos penales, como los delitos contra seguridad en el trabajo (artículo 316 del Código Penal) cuando el trabajador ha desempeñado su actividad sin disponer de las elementales medidas de seguridad, con peligro grave para su vida, salud e integridad física.
Estas reflexiones ponen de manifiesto la escasa cobertura que ofrece la ley penal vigente para reaccionar frente a conductas que, si se demostraran, presentarían un indudable desvalor jurídico-penal por el ataque a bienes jurídicos fundamentales.
Pero un ámbito del Derecho regido por el principio de legalidad penal (unido al ya mencionado in dubio pro reo) produce inevitables lagunas que no pueden completarse mediante una prohibida aplicación analógica de los tipos penales, sino solo mediante una ley previa, estricta, general y pública tras la adecuada valoración, exteriorizada, del legislador penal.
Ello conduce a la paradoja de que comportamientos que pueden demostrarse gravemente lesivos de la seguridad colectiva, por la indiscutible puesta en peligro antijurídica de la vida o la salud de las personas, no encuentran encaje adecuado en los tipos penales vigentes que protegen estos bienes jurídicos individuales y, a lo sumo, deben reconducirse a los siempre socorridos tipos penales que sancionan un proceder irregular de autoridades y funcionarios: los delitos contra la Administración como la prevaricación -por acción u omisión- administrativa, que obviamente no permiten captar el total desvalor de la conducta realizada, de contribución a la indebida expansión de la epidemia, con grave daño a la salud de los ciudadanos.
*** José Antonio Choclán es abogado y magistrado en excedencia.