Seguro que a ti también te ha pasado. Tu amigo, el que sostenía la jarra de cerveza justo enfrente, vociferó con el rostro desencajado cuando se dio cuenta de que Fulano, el político de la tele, había osado entrar en el bar.
“¡Hijo de puta! ¡Cabrón! ¡Fuera!”. Sí, estoy seguro de que te ocurrió. Mojabas los labios en aquella cerveza tostada mientras contemplabas a tu colega: un padre de familia, quizá un ilusionado emprendedor, puede que un lector empedernido… o incluso un diligente alumno de yoga.
Gritaba, se le encendía la vena en la sien y apretaba los dientes. Sudaba y enrojecía. Seguro que miraste a los demás, a tus colegas, como pidiendo explicaciones. Pero ninguno la encontró.
La intolerancia es un virus transversal, que une a la derecha con la izquierda, al rico con el pobre, al burgués con el obrero, al cristiano con el ateo, al calvo con el melenudo, al feo con el guapo y al empresario con el asalariado. Una especie de cuerda que se mantiene tensa desde los extremos.
Estoy seguro de que lo pensaste: jamás habrías imaginado que tu amigo podría reaccionar así, pero en todas las guerras hay miles de exaltados que agarran el fusil y creen estar disparando a una idea, y no a un ser humano.
En tiempos de paz, en el chiringuito de la playa, esta reflexión se antoja catastrofista. Acudamos, entonces, a la prueba del algodón. Hoy, nos parece lógico -lo despojamos de todo mérito- que Chaves Nogales escribiera en 1937: “Idiotas y asesinos han actuado con idéntica profusión e intensidad en los dos bandos”. En aquel tiempo, estas palabras dejaron boquiabierta a la muchedumbre y le costaron a su autor la etiqueta de “fusilable” en las dos Españas.
Algo va mal cuando los boquiabiertos empiezan a ser cada vez más, cuando nuestros amigos colonizan los bares y echan por la fuerza a quien no piensa como ellos. Pero algo va todavía peor cuando el político condena a medias estos lances y escoge unos adjetivos u otros para describirlos en función de la procedencia ideológica de la víctima.
Nos adentramos en una tormenta para la que apenas existen paraguas. Decenas de representantes públicos esperan con ansia uno de estos ataques para competir con su adversario en términos de moralidad.
Resulta increíble, ¡increíble!, pero airean -absolutamente convencidos- una tesis tan simple como peligrosa: su color político les vacuna respecto al mal; el odio siempre brota de la garganta del prójimo. Millones de personas colman su delirio compartiendo sus mensajes en las redes sociales.
Hemos alcanzado un punto de no retorno en el proceloso mar de la infamia. Ya no es posible distinguir qué vino antes: el huevo o la gallina, la extrema derecha o la extrema izquierda, el “fascista” o el “comunista”… Y ese bucle, el de un reparto de culpas de imposible solución, es lo que retroalimenta el odio.
Queridos extremos, déjennos descansar. Ha sido un invierno duro, seguro que también para ustedes. Si no pueden reprimir su ira, cambien de bar, pero no insulten, no agredan, no expulsen. ¡Lean, mediten, bailen, hagan el amor! Disfruten de todo aquello que quieren arrebatarnos. Este país de todos los demonios ya está sembrado de suficientes tempestades.