Las imágenes de una turba furiosa asaltando un edificio gubernamental e interrumpiendo un proceso electoral no son algo tan extraordinario. Las vemos a todas horas en los telediarios. Pero no en los Estados Unidos, la ciudad sobre la colina. No, este tipo de cosas no habían pasado nunca en los Estados Unidos. Hasta que han pasado.
Es exactamente el mismo tipo de escena horrorosa que me vino a la cabeza ese día de noviembre de 2016 en que Donald Trump fue escogido 45º presidente de los Estados Unidos. Parecía algo apocalíptico. Y lo fue.
Durante los últimos cuatro años, Trump ha degradado y pervertido la democracia americana, y especialmente la institución de la presidencia, con su constante verborrea mentirosa y su desprecio por la Constitución. El presidente también ha destrozado uno de los dos grandes partidos americanos, el Republicano, conocido como el Grand Old Party: el Viejo Gran Partido.
Pero aunque Trump carga con una enorme responsabilidad por este final pesadillesco de sus años en la Casa Blanca, apenas dos semanas antes de su abandono de la presidencia, el todavía presidente de los Estados Unidos es sólo un síntoma de un problema mayor.
Ese problema es el de la polarización política, que él ha explotado sin piedad.
Tendemos a describir este fenómeno como si se tratara de dos universos paralelos. Debatir con alguien que parte de un conjunto de realidades completamente diferentes a las tuyas es el equivalente de caminar sobre arenas movedizas.
Lo experimenté en persona con mi propio padre, cuando la cadena de televisión Fox News se convirtió en una presencia cada vez mayor durante la década de los 90. Nuestras conversaciones fueron cada vez más frustrantes. La animosidad de los republicanos respecto a los medios de comunicación empezó con la guerra de Vietnam y desde entonces se han convencido a sí mismos de que todo lo que antes eran medios de masas o neutrales se decantan ahora hacia la izquierda. Los periodistas de la Fox llenaron ese vacío con hechos dudosos que encajaban en la narrativa que le interesaba promocionar al Partido Republicano y a ellos mismos.
Pero las cadenas por cable parecen ahora un juego de niños comparado con lo que internet le ha hecho al debate político. Poco a poco hemos conseguido aislarnos en burbujas digitales donde sólo leemos aquellas noticias que confirman lo que nosotros ya pensamos y sólo interactuamos con aquellos con los que estamos de acuerdo. Y aunque en ambos bandos del espectro político se pueden encontrar teorías de la conspiración, mentiras y mal periodismo, en Estados Unidos ha sido la derecha la que ha llevado esas mentiras hasta nuevos extremos.
Es poco menos que surrealista ver a tanta gente defender con tanto fervor la idea de que estas elecciones han sido, de alguna manera, robadas a Donald Trump y regaladas a Joe Biden. No importa que muchos de los estados cuyos resultados han sido puestos en duda estén gobernados por republicanos que no han sido capaces de encontrar una sola evidencia de fraude electoral. La verdad no importa ya cuando caes en la madriguera de la paranoia. "Lo que diga Trump".
Donald Trump no podría haber generado este culto a la personalidad sin Fox News, sin los blogs de extrema derecha y las publicaciones digitales que le siguieron, y sin las redes sociales de hoy. Demasiada gente retoza a diario en ese caldero burbujeante de mentiras.
La principal pregunta que debe afrontar la democracia, no sólo en los Estados Unidos, sino en el mundo entero, es cómo volvemos a un territorio común en el que ponernos de acuerdo los unos con los otros acerca de, al menos, la mayor parte de los hechos.
*** Alana Moceri es experta en relaciones internacionales, escritora y profesora de la Universidad Europea de Madrid.