Acabo de volver a casa, Esther. Mis hijas pequeñas me preguntan si ya he acabado de trabajar. Llevo fuera de casa desde que ese vecino al que probablemente conocías, te encontrara.
Hoy lucía el sol. No había una sola nube. Las copas de los pinos de Traspinedo han estado velándote hasta que te hemos encontrado. Toda la noche.
Nos encontrábamos todos en silencio, a 500 miserables metros de distancia de ti. La distancia entre la vida y la muerte. Entre lo injusto de por qué no estabas también con nosotros del lado de quien mira la muerte desde la vida.
Hemos estado todo el día preguntando. Queriendo saber. Informando a nuestros medios de comunicación. Repitiendo la misma foto una y otra vez. Como si con eso fuéramos a alcanzarte. A recuperarte. A devolverte la vida. A verte por última vez.
Mis hijas me preguntan si hoy puede ser 'día especial' y puedo darles unas pastillitas de chocolate. ¿Sabes? Es que si les dejara, comerían chocolate todos los días. Tienen seis y nueve años. Como los que tú tuviste.
Me levanto un instante del ordenador con el que llevo pensándote todo el día, abro el armario de la cocina donde guardo las cosas ricas, y les doy unas pastillas de chocolate. Me dan un beso. Un beso de vida. Un beso de hija en una mejilla de madre.
Y continúo escribiéndote a través del sentimiento de una madre hacia otra que ha perdido a su hija. De dos madres que no se conocen pero que suman sus hilos al telar invisible de la maternidad.
Y te pienso. Y el frío de anteanoche es el frío de ahora. El frío de la mañana soleada en la que han encontrado tu cuerpo de primaveras, música y mujer.
Y regreso a casa tras haber visto pasar el coche en el que te llevaban. En ese resto de ti, de lo que ya no eres, del cuerpo en el que habitaste. Y el hecho de que no haya marcha atrás me resulta incomprensible.
El valor de una vida. El valor de la nada. El dolor de unos padres. Y la rabia y la indignación darán paso al necesario devenir que abrirá la puerta a la supervivencia a través de nuevas primaveras. Y es injusto. Un Universo sin ti en una casa vacía de ti.
El Universo es la nada, Esther. El hogar es el lugar al que volvemos siempre que queremos sentirnos seguros. El sonido de las llaves al dejarlas en esa badejita nada más entrar en casa es el Universo, Esther. La ausencia del ruido de tus llaves son ahora el abismo desde el que se ríe la incredulidad.
Yo sólo quería cerrar los ojos y cogerte de la mano. Taparte y acurrucarte para que volvieras a coger calor. Envolverte en un abrazo de madre y devolverte a los brazos de la tuya. Como el capullo de una rosa a punto de abrirse a la vida. De nuevo.
La desaparición de un hijo es la venganza más cruel de la muerte que rabia de envidia ante el triunfo de la vida.
El sol brillaba ayer en Traspinedo, Esther. Como paradoja insolente. Como un bofetón en la cara. Como quien te mira a los ojos y te reta desde la superioridad de quien sabe que ya ha ganado la partida antes de comenzarla.
A lo lejos se oía el trinar de los pájaros.
Quien compró al diablo llevarte consigo llevó con él la muerte. La que lo acompañará siempre. La parca recordándole día y noche que fueron las copas de los pinos quienes te abrigaron la última noche. La noche en que le di unas pastillas de chocolate a mis hijas, mientras pensaba en las veces en las que te las habría dado la tuya cuando eras pequeña.
Rabia infinita. Descansa en paz, Esther.